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Juan Valera
La primavera
Nada hay en el hombre tan grato á Dios como el arrepentimiento; pero en ciertas cosas, tal vez en las más, nada hay tampoco humana y terrenamente tan inútil. Lo que al hombre le importa es no hacer nada de que después haya de arrepentirse. Y yo, lo confieso, hice algo en este género al prometer que escribiría un artículo sobre la Primavera.
Y no porque yo me crea incapaz de percibir, sentir y estimar en todos sus quilates el valor y la belleza de la estación florida. Nada menos que eso. Yo presumo de muy sensible á los encantos naturales. Me apuesto con el más pintado á sentir honda y poéticamente la gala de las fértiles praderas, la lozanía de los verjeles, el apartamiento silencioso de los sotos umbríos, el aire embalsamado por el aroma de las violetas, la sierra pedregosa cubierta de tomillo y romero, el blando murmullo de los arroyos, los amorosos gorjeos del ruiseñor, el lánguido arrullo de la tórtola y los trinos alegres con que las aves saludan á la blanca aurora cuando abre con dedos de rosa las puertas del Oriente.
Por desgracia, una cosa es sentir y otra expresar bien lo sentido. De este segundo don es del que carezco.
El asunto es de sobrado empeño para mí. ¿He de salir del paso repitiendo en mala prosa lo que ya dijeron en todas las lenguas vivas y muertas, con número y melodía, los poetas buenos y medianos, desde Hesiodo hasta Gracián y desde Virgilio á D. Gregorio de Salas? Yo no quiero hacer un centón tan deplorable. Yo quiero coger vivas las aves, las flores, cuanto tiene sér en la estación vernal, y trasladarlo á este papel, y de este papel á la imprenta: operación más difícil de lo que se imagina.
La Primavera es como fiesta espléndida que dan los espíritus elementales; como sagrada orgía, en que el aire, la tierra, la luz, el agua y cuantas inteligencias o misteriosos genios en el seno de los elementos viven ocultos, lucen su hermosura, se revisten de sus más ricos adornos, y se enamoran, y se acarician, y cantan, y bailan. ¡Vaya usted á describir esto sin conocer los nombres de dichos genios, ignorando sus lances de amor y fortuna, y no acertando á distinguirlos bien unos de otros!
Lo que más se parece á la Primavera, en mezquino y pobre trasunto, por artificio humano realizado, es un bonito baile. Pues declaro que yo no sé describirle. Los nombres de las señoras más lindas y elegantes se me borran de la memoria no bien tomo la pluma, y sólo sé decir que me gustan, lo cual es muy sujetivo, sin atinar á describir los trajes que llevan, los diamantes que fulguran en sus cabezas airosas, las perlas que ciñen lascivas sus desnudas gargantas, y todo aquello, en suma, que las determina y diferencia. Así es que, no pudiendo yo empezar por este analítico y circunstanciado estudio, no llego jamás á la síntesis, esto es, á dar una idea cabal, exacta y adecuada del baile.
Si esto me sucede con un espectáculo que no dura más de algunas horas y que se limita al breve recinto de uno ó dos salones, ¿que se puede esperar de mí como describidor del baile divino, al aire libre, que dura meses, que se extiende por todo un hemisferio del mundo, y donde cantan y bailan los inmortales al son de la concertada harmonía de las esferas? Está visto, yo tengo que hacerlo muy mal.
Hasta el mismo entusiasmo, hasta el mismo semi-religioso fervor con que miro el asunto, es en mí daño y me le hace más difícil. Si yo le mirase con frialdad, ya me las compondría, tomando de aquí y de allí, no del natural, sino de libros, que me servirían de guía y modelo; ya lo compaginaría y arreglaría todo lo menos mal posible. Por desgracia mi entusiasmo es grande y no me deja acudir con serenidad á mi escasísima ciencia.
Lo primero que no sé es qué plan seguir; dentro de qué términos encerrarme. Porque á la verdad, si el más rastrero de los seres humanos da suelta á su imaginación y la echa á volar por esos campos verdes y por ese cielo sereno, durante los meses de abril y mayo, sólo Dios sabe dónde su imaginación ira á parar, y qué rico botín traerá cuando vuelva á casa, si vuelve y no se queda embobada, de estrellas y flores, de mariposas y calandrias, de perfumes y harmonías, de luz y sombras, de amores y de cánticos, todo tan en desorden y tan enmarañado, que no habrá manera de cifrarlo en un libro en folio y mucho menos en 20 ó 30 cuartillas.
Al considerar esto me entra temblor como de calentura, y pido al numen método y plan para mi obrilla; pero al numen le incomoda el método, y lo que es yo por mí no le trazo sino muy vulgar, sin atinar á aventurarme por nuevos caminos, y sin resignarme á seguir los muy trillados y seguidos por todos.
Para saber el día en que empieza y el día en que acaba la Primavera, remito al lector al almanaque. Para saber la causa inmediata y natural de su vuelta periódica, le remito á cualquier compendio de Astronomía.
¿Qué me queda, pues, que decir acerca de la Primavera?
¿Sacaré á relucir las manoseadas y trivialísimas moralidades de que dicha estación responde á la juventud en nuestra vida, y de que conviene no gastar las flores á fin de que haya luego sazonados frutos en el otoño? ¿O daré lección de política ó de filosofía de la historia, con ocasión de la Primavera, afirmando que las naciones tienen también la suya, o sea su juventud, durante la cual aman y cantan y dan flores; pero que, no bien llegan á su otoño, ó dígase á su edad madura, deben dejarse de tales devaneos y trabajar mucho, que esto es dar el fruto que importa, á fin de pagar las deudas y proporcionarse las comodidades y el bienestar que el invierno y la vejez reclaman?
Imposible. Esto sería lo peor que se me pudiera ocurrir. Esto sería un sermón inaguantable. Hablemos, pues, de la Primavera, aunque sea sin orden. Ojalá tuviese yo á mano al Pegaso ó al Hipógrifo, para imitar á Perseo ó á Astolfo, montar en él, y correr á rienda suelta á donde y por donde el monstruo quisiera llevarme.
En otras tierras más al Norte que la nuestra, la Primavera, fuerza es confesarlo, si no es, parece más hermosa: el cambio de escena tiene mayor rapidez y doble hechizo; la mudanza hiere más la fantasía; se nos presenta como súbita y milagrosa resurrección de los seres. A orillas del Rhin ó del Elba, la Primavera nos da concepto superior de la potencia creadora, de lo que debió de ser el nacer el aparecer de la vida sobre nuestro globo. En nuestros climas más cálidos apenas hay mutación, ó es tan lenta que no se percibe. En las huertas de Murcia y Valencia, en la hoya de Málaga, en las márgenes del Guadalquivir y hasta en la misma vega de Granada, la Primavera se deslíe, se esfuma con el invierno; es una Primavera difusa o harto desvanecida.
Donde viene de repente, donde la rigidez del invierno la hace más deseable, es donde se muestra con más pompa y estruendo, donde da más alta razón de sí, donde resplandece más benigna en el trono de su gloria, donde más se la admira y donde merece ser más admirada. El hielo que cubre los ríos se quebranta, se rompe, y baja en gruesos témpanos hacia la mar con descompuesta furia. Casas, palacios, chozas, árboles y cielo, vuelven á mirarse con ansia y con amor en el líquido espejo de las aguas, velado antes y empañado por el frío. La cándida diadema que ciñe las cimas de los montes se derrite, aumentando las corrientes cristalinas. Los árboles, desnudos del verde follaje, brotan de improviso frescos pimpollos y renuevos lozanos, vistiéndose de tiernas y relucientes hojas. Los pájaros acuden á bandadas, guiados por infalible instinto. Turban las grullas el silencio de la noche con sus agudos gritos, cuando vienen avanzando en falange simétrica y bien ordenada. Las golondrinas y mil aves cantoras, al volver de su larga emigración, saludan con blando pío, ó con chirrido alegre, ó con trinos variados, sus antiguas conocidas viviendas. La cigüeña zancuda inmigra de Oriente o de África, y busca el nido en el viejo torreón o en el alto mirador de la alquería. Tal vez allí la rubia y joven campesina alemana le puso al cuello, antes de que se fuese, una cinta con algún romántico letrero. Cuando vuelve, se pasma la muchacha de ver que le contesta algún muftí del Cairo ó algún santón de la Meca con otro letrero escrito en arábigo. Entre tanto, se ha liquidado la escarcha apretada que cubría los prados, y la hierba y las flores, como si hubiesen estado oprimidas bajo aquel peso, surgen por ensalmo. La anémona nemorosa es una de las más tempranas que abren por allí su cáliz para anunciar la Primavera. Pero otras mil flores, más olorosas y no menos bellas, aparecen después, llamando y excitando al céfiro á que respire los aromas que exhalan.
El céfiro viene, semejante al atrevido Príncipe del cuento de hadas, y atraviesa por la esquiva floresta, y penetra en el silencioso palacio, y llega hasta el lecho de la encantada y dormida Princesa, y le da un beso de amor. Entonces se desbarata el maléfico hechizo: el silencio y el reposo de muerte se truecan de súbito en movimiento, música, agitación y vida. Como si fuesen á celebrarse divinas bodas, todo se entapiza y hermosea. Se abren los tesoros, se despliegan las galas, se ponen las mesas y aparadores del regio banquete, y luce sobre el ancho tálamo la cubierta de púrpura, esmeralda y oro. Los convidados peregrinos ya hemos dicho que acuden de lejos cruzando los aires. Otros, que no peregrinan, despiertan de prolongado sueño, se revisten de sus vestimentas más ricas, y acuden también. Todos, como buenos vasallos, procuran imitar á los Príncipes. Y como los Príncipes están enamorados y van á casarse, todos se enamoran y se casan. Se diría que apenas hay sér vivo que no se embriague con el zumo de mágicas hierbas o con el perfume de extrañas flores, las cuales mueven al amor, al deleite y al regocijo, induciendo á la vida para que se acreciente y se difunda y abra nuevos caminos de sér. Ciertas ficciones poéticas parece que tienen entonces realidad, y se cree en el dudain, que buscaba Raquel harta de ser estéril; en el loto, que hacía olvidarse de todo á los compañeros de Ulises, y en el nepentes, que alegraba el alma, y que dió á Telémaco Elena.
Claro está que al decir yo todo esto de los climas del Norte, no niego igual ó mayor belleza á la primavera del Sur: lo que insinúo es que quizás la rapidez del cambio hace que por allá se sienta mejor.
Pero aquí se renueva también la vida, y llega la estación de los amores, y los gérmenes dormidos se agitan, y nacen las larvas, y, después de sus completas metamorfosis, les brotan alas de gasa de colores diversos, y elictras metálicas y resonantes, y trompas ligeras con que recogen la miel de las flores. Aquí también las plantas desnudas, los álamos, los chopos, las acacias y otros mil árboles de sombra vuelven á vestirse de hojas verdes, y florecen el almendro y la higuera y los demás frutales, y nos dan el fruto con la poesía de la esperanza.
Todo esto es cierto; pero lo es también que los hombres del Norte sienten ahora con más profundidad, describen y retratan mejor la Primavera que los del Mediodía.
¿Será, como hemos dicho, porque la Primavera viene por allí con más ímpetu, ó porque los hombres están por allí más cerca de la naturaleza y más en comunión con ella; porque llevan menos siglos de civilización; porque están menos gastados; porque no es entre ellos tan marcado el divorcio y tan crudo el antagonismo entre el mundo de los espíritus y el mundo de los cuerpos?
Profunda cuestión es ésta. Yo no quisiera entrar en ella, pero se me pone por delante á pesar mío.
Yo veo desde luego que en las antiguas edades sentían los hombres del Mediodía y celebraban, por lo menos con igual entusiasmo que hoy los del Norte, la vuelta de la Primavera. Atis resucitado, Osiris resucitado y Adonis resucitado lo atestiguan. Los misterios de Samotracia y de Eleusis eran en el fondo inspirados por la Primavera.
Cuando renacía la vegetación, cuando brotaban las hierbas y las flores, cuando las selvas se cubrían de pompa y de verdura, cuando subía la savia por los troncos, era cuando la madre desconsolada enjugaba sus lágrimas y desechaba el traje de luto, porque la hija, hundida en las entrañas lóbregas de la tierra, surgía fecunda, hermosa y resplandeciente de inmortales fulgores; porque Cora, fugitiva del tenebroso amante que la había tenido aprisionada en sus brazos, aparecía de nuevo á bañarse en las ondas de luz del sol enamorado, quien, por contemplarla y besarla, se detenía más tiempo sobre nuestro horizonte, é iba difundiendo por más horas y con mayor tino y eficacia, en este hemisferio boreal, la lluvia dorada de sus rayos ardientes.
Si esto se sentía con tal profundidad, y ya no, es sin duda porque nos hemos hecho muy espirituales. Desdeñamos la naturaleza por amor del espíritu. ¿Qué vale la selva florida, qué vale el árbol más lozano y eminente, al lado del árbol místico, de quien dice el himno sagrado:
Crux fidelis, inter onmes
Arbor una nobilis:
Silva talem nulla profert
Fronde, flore, germine?
No es en el florecimiento de la Primavera, no es en el árbol más fecundo, no es en el huerto más feraz donde recordamos el perdido Paraíso: donde más nos maravillamos, bendiciéndolas, de la potencia del Altísimo y de su bondad infinita, es en aquel árbol que sirve como de solio al mismo Dios:
Arbor decora et fulgida,
Ornata Regis purpura,
Electa digno stipite
Tan sacra membra tangere.
Pero yo no me inclino á creer que sea el misticismo ó el espiritualismo cristiano quien nos haga tan poco sensibles á la naturaleza y nos lleve tanto en pos del espíritu.
El amor de Cristo lo comprende todo, sin excluir la naturaleza material. Con Él y por Él subió al cielo la carne purificada y gloriosa. Él miró con afecto á todas las criaturas. Él no desdeñó los ramos floridos de oliva y las gallardas y vencedoras palmas con que le recibieron el día de su triunfo. Sus fieles, más sencillos y candorosos, aman los objetos materiales por amor suyo, y rodean de rosas y de hierbas de olor, en los días primeros de mayo, ese árbol sagrado, que fué su patíbulo; y cuando, ya más adelantada la Primavera, en el momento más rico del desenvolvimiento vernal, celebra su Iglesia el sacrosanto misterio en cuya virtud quiso Él comunicarse á nosotros, infundiéndose en el licor que alegra los corazones y en el pan que nos alimenta, el pueblo cristiano alfombra con gayomba olorosa y verde y fresca juncia la vía por donde pasa, y las mujeres vierten una lluvia de flores sobre el artístico y áureo templete, arca de la nueva alianza, donde va Él en custodia.
Menester es confesarlo: es infundada, es injusta la acusación de los impíos. No vino la doctrina de Cristo á condenar ó á endiablar la naturaleza. Los tres enemigos capitales de esa doctrina no tienen menor influjo, jurisdicción y mando en el reino del espíritu que en el de la materia. También siguiéndolos pueden las gentes ser espirituales. No hay sólo concupiscencia en la carne: la hay en el espíritu. Y si hay espiritualismo divino, no deja de haberle diabólico, y más común y frecuente por desgracia.
Ahora bien: yo entiendo que este espiritualismo diabólico, y no el divino, es el que nos aparta de la naturaleza y de su amor inocente.
Aunque se me acuse de pánfilo, de sobrado benigno, de querer disculparlo todo, voy á declarar aquí una cosa en confianza.
A mi ver, hasta el propio diablo no nos seduce y extravía así, de repente y sin más ni más. Se guardarla muy bien de hacerlo: no le traería cuenta ninguna. El diablo se funda al principio en algo razonable: nos lleva por buenos términos y caminos, hasta que llegamos á cierto punto, donde ya, con mucha suavidad, empieza aquel maldito de Dios á engolosinarnos llevándonos por los atajos, y así nos extravía y nos pierde.
En el caso del espiritualismo, á que nos referimos, es evidente que no son malos los principios y fundamentos. La naturaleza hizo mucho por el hombre; pero el espíritu ha venido á completar la obra natural, tomándola más propia, más bella, más útil y más ajustada á nuestras necesidades y aspiraciones. Al hombre, más débil y más inerme que el cordero, el espíritu, convertido en herrero y en pirotécnico, le ha dado armas y fuerzas mil veces mayores que las del león; al hombre, más desnudo que el perro chino, el espíritu convertido en tejedor, en sastre, en zapatero y en sombrerero, le ha vestido más primorosos trajes que al pavón, al colibrí y al papagayo; al hombre, poco más listo que el topo ó el mochuelo en punto á ver, el espíritu, convertido en fabricante de catalejos, le ha dotado de vista más penetrante que la del águila; al hombre, que jamás hubiera hecho natural é instintivamente algo que valiese media colmena, el espíritu, convertido en arquitecto, le ha enseñado á construir alcázares soberbios, torres esbeltas, pirámides ingentes, columnas airosas, cómodas viviendas, catedrales, teatros, y en suma, ciudades maravillosas; al hombre, que en el estado de naturaleza selvática es propenso á comerse á sus semejantes, y que se regalaba, y aun suele regalarse en algunas regiones, con ásperas bellotas, con cigarrones machacados ó con pescado crudo y putrefacto, el espíritu, convertido en cocinero, le prepara artísticamente manjares agradables, hasta á la vista, y hace que uno de los actos que más le recuerdan lo que tiene de común con el animal sea un acto solemne, de corbata blanca y condecoraciones, donde tal vez se celebran los triunfos más transcendentales de la religión, de la ciencia, de la filosofía y de la política, al hombre, en fin, que después del pecado, se entiende, y en el estado de naturaleza y ya sin gracia, debió de ser casi tan feo como el mono, y más sucio que el cerdo, y más pestífero que el zorrillo, el espíritu, convertido en ortopédico, en pescador de esponjas, en fabricante de baños, en civilización para decirlo en una palabra, le ha hecho limpio, oloroso, aseado y bastante bonito para servir de modelo á la Minerva y al Júpiter de Fidias, al Apolo del Vaticano y á las Venus de Milo y de Médicis.
Sería cuento de nunca acabar el ir refiriendo aquí cuanto ha hecho el espíritu para completar, hermosear y ensalzar la obra de la naturaleza.
Así es que, á ojo de buen cubero, bien se puede asegurar, sin recelo de ser exagerado, que hasta en las cosas que más naturales parecen, la naturaleza, si bien se examina, ha hecho de seis partes una, y el espíritu del hombre ha hecho las otras cinco. ¿Podría, por ejemplo, alimentar nuestro globo, en estado de mera naturaleza, 200.000.000 de hombres? Yo me temo que no. Es así que hay, á lo que dicen, pues yo no los he contado, 1.200.000.000: luego 1.000.000.000 son hijos del arte, pura creación del espíritu, producto de nuestro fecundo ingenio.
Pongamos, pues, que una sexta parte de cuanto hay, y quizás sea mucho poner, lo ha dado, lo ha regalado la naturaleza. Las otras cinco sextas partes han costado mucho trabajo al espíritu. Y este trabajo del espíritu, este complemento á la naturaleza, es lo que tiene valor y precio, y se mide y se representa y se mueve bajo la figura redonda de la moneda metálica, ó bien toma la traza de unos papeluchos mugrientos que se llaman billetes; los cuales, así como los discos ó tejuelos de metal, vienen á ser encarnación del espíritu, lo más sutil y animado y circulante de su valor, la esencia imperecedera de su trabajo secular acumulado.
Hasta aquí las cosas van bien; pero ya aquí el diablo, como vulgarmente se dice, empieza á meter la pata. El espiritualismo nos induce y excita á querer, á adorar casi esta encarnación, ó mejor expresado, esta empapelación y metalización del espíritu. Por este espiritualismo, y no por el cristianismo, desdeñamos lo natural: no sentimos toda la hermosura de la Primavera. Si no tienes, ni en tu arca, ni en tu bolsillo, algunos de esos tejoletes o algunos de esos papeluchos espirituales, todas las flores te parecerán abrojos, y la Primavera, invierno; los claveles te apestarán como la flor de la sardina; el almoraduj, el serpol, el toronjil y la albahaca, te inficionarán como la ruda; las hojas aterciopeladas de la begonia te punzarán al las manos como si fuesen cardos borrriqueros; al tocar la mimosa púdica creerás tocar aliagas y ortigas; serán para ti como tártago la hierbabuena y la manzanilla; la caña dulce te amargará el paladar como retama; á la roja flor del granado preferirás el jaramago amarillo; confundirás el canto del ruiseñor con el de la rana; se te antojaran cuervos las tórtolas y búhos las palomas; y las pintadas y aéreas mariposas, y los esbeltos caballitos del diablo, y los fulgentes cocuyos y luciérnagas, y la aromática mosca macuba te causarán más asco que los gorgojos, cucarachas y escarabajos peloteros.
Una vez dominado el hombre por el susodicho espiritualismo, aborrece la vida rústica y el idilio y la égloga. Aminta y Silvia, Dafnis y Cloe, y Baucis y Filemón le parecen entes insufribles.
Lo que se opone, pues, á lo natural es lo artificial. Lo que tira á destruir el encanto poético del mundo es el espíritu de la industria, no el de la ciencia, ni el de la religión, ni el de la filosofía.
Mil veces lo tengo dicho y nunca dejo de pensarlo: los más ladinos y sutiles sabios experimentales no descubrirán jamás el secreto de la vida; siempre escapará á sus análisis químicos la fuerza misteriosa que une, traba y combina los átomos y crea los individuos; el amor, la conciencia, el pensamiento, la causa de moverse, de crecer orgánicamente, de sentir y de representarse en uno á los demás seres, no quedará jamás en el fondo de las retortas ni saldrá por la piquera de los alambiques. ¿Qué red delicadísima inventará el sabio para pescar ondinas, cazar silfos ó sacar á los infatigables gnomos de las entrañas de la tierra? La única razón que tendrá para negar su existencia será que no logra cogerlos; que se sustraen á la inspección de sus groseros sentidos. Por lo demás, las ninfas, las diosas, todos los seres sobrenaturales, que poblaron el aire, la tierra y el agua en las primeras edades del mundo, pueden vivir y es probable que vivan ahora como entonces.
La ciencia no despuebla la naturaleza, ni penetra en sus más íntimos arcanos. El misterio sigue y seguirá siempre. Isis no levantará jamás el velo que la cubre.
El misticismo, que busca por camino más breve á su Dios, en el abismo de nuestra propia alma, no aspirará á tenerle allí incomunicado. Su Dios estará en el abismo del alma, y en aquel centro se unirá el místico con Dios por estrechísimo lazo; pero Dios estará también por todo el universo, y todo Él estará en cada cosa y todas las cosas estarán en Él. El misticismo psicológico no excluirá, sino implicará la teosofía naturalista.
El axioma capital de esta ciencia sublime será que la inteligencia infinita no es el término último, sino el principio de las cosas, sin dejar por eso de ser su fin y el centro hacia donde gravitan, y el punto en donde sus discordias hallan paz, y su agitación reposo, y solución sus contradicciones, y unidad perfecta sus calidades y condiciones diferentes.
En este alto sentido, toda ascensión de las cosas hacia mayor bien y más perfecta vida, toda evolución progresiva de cierto linaje de seres, dentro de un espacio marcado y de un período de tiempo mayor ó menor, es una Primavera. Las cosas, miradas en su totalidad, se mueven, sin duda, en círculo y vuelven al punto de donde partieron. En el todo no cabe progreso. Con él, si fuese total, podríamos suponer algo añadido á la gloria de Dios. Aunque allá, en lo profundo de su sér, esté y viva la idea con todos sus futuros desarrollos y perfecciones; mientras ésta vaya de lo menos á lo más con proceso sin término, parecerá como que crece la gloria divina, como que Dios es más creador ahora que antes, como que sus obras van dando cada vez más claro y cumplido testimonio de su saber y de su omnipotencia.
Es, por consiguiente, innegable que no hay progreso total. La inmutabilidad de la perfección infinita de Dios implica la inmutabilidad total de la perfección del universo, que es obra suya. Cabe, sin embargo, mudanza en los pormenores, y de ahí el progreso parcial ó temporal de esto ó de aquello.
Ya que me he engolfado en meditación metafísica, añadiré, con el debido respeto (no á Dios, para quien sería absurdo y ridículo, salir con esta salvedad, sino al parecer de otros meditadores), que la riqueza divina no crece ni mengua; no es cantidad: es lo infinito. Dios está siempre creando, y siempre lo tiene todo creado. Si crease un átomo más, sería más creador; si le aniquilase, sería menos; si mejorase en algo toda la obra, se corregiría, en cierto modo, á sí mismo.
Así, pues, vuelvo á sostener que el progreso de nuestro planeta es parcial y transitorio, está compensado por la decadencia ó fin de otros mundos, y está limitado en el tiempo, aunque se dilate centenares de miles de años, y en el espacio, aunque abarque todo el sistema solar á que pertenecemos, y hasta un grupo completo de soles, de que nuestro sol sea mínima parte.
Considerando ahora esta evolución de la vida, dentro de tan ancho espacio, bien podemos declararla año máximo, del cual vivimos, por dicha, en la Primavera.
La Primavera de este año máximo empezó, según sabios muy acreditados, hace veinte millones de años menores y usuales. Entonces apareció el primer sér organizado. Desde entonces trazan los sabios con la mayor escrupulosidad nuestro árbol genealógico. Empieza el árbol en un sér que llaman monera, término medio entre lo inorgánico y lo orgánico; germen, embrión, elemento primordial de la vida; dotado de una fuerza, de un prurito, de una propensión indistinta á ser vegetal o á ser animal. Va extendiéndose luego el árbol, y van las formas desenvolviéndose y diferenciándose, hasta que, al fin de la edad paleolítica, ya nuestros antepasados han conseguido elevarse á la categoría de lagartos ó medio peces. Durante la edad mesolítica ó secundaria, progresamos más. Al ir á llegar á su término, en el período cretáceo, somos marsupiales, esto es, tenemos, como los canguros y los jerbos, una bolsa, donde nuestros hijitos se esconden. En el período eoceno de la edad terciaria, logramos obtener la dignidad de monos; somos catarrinios, ó dígase monos con las ventanillas de las narices hacia abajo y con cola. En el período mioceno, ya la cola se nos cae, y nos asemejamos al gorila, al orangután y al chimpancé. En el período plioceno somos casi hombres, aunque pitecoides y alalos, ó sea sin palabra y sin entendimiento, como cualquiera mico. Por último, en la edad cuaternaria, en el período llamado diluviano, se nos desata la lengua, empezamos á charlar y somos verdaderos hombres. Desde este momento, los sabios menos exagerados y más tímidos y económicos en sus cronologías, ponen hasta el día de hoy unos veinticinco mil años. La raza alala, los antropiscos, los casi hombres, como si dijéramos, salieron del centro de África ó de un continente austral llamado Lemuria, que ya se hundió en el mar como la Atlántida, y que estaba entre el África y el Asia. Estos antropiscos eran negros como la tizne, y vivían en manadas ó rebaños para defenderse de las fieras. Así fueron extendiéndose por el mundo. Durante la dispersión y emigración, inventaron los idiomas, y de aquí que no puedan reducirse todos á un tipo primitivo, á la raza morena, que viene después, y á la que pertenecen los egipcios, se le da una antigüedad de quince mil años, naciendo por mejora de la raza negra. Sale luego á relucir la raza amarilla, cuyos representantes más ilustres son los chinos y japoneses. Su origen se pone diez mil años hace. Y se muestra, al cabo, la raza blanca, arios, semitas, caucasianos, etc., á la cual se concede una antigüedad de ocho mil años lo menos. A esta raza tenemos la honra de pertenecer, pero nadie nos asegura que no aparezca aún otra superior que nos deje postergados y tamañitos, lo cual será muy desagradable. Sea como sea, á pesar de los veinte millones de años que hace que apareció la monera, no se ha de negar que estamos aún en el período primaveral de este año máximo de que hemos hablado. ¿Qué progresos, qué maravillas, qué nuevas creaciones no deben esperarse aún? Apenas si la humanidad ha nacido. Yo he leído en un libro muy docto esta sentencia, que no olvidaré nunca. «La humanidad, en su vida colectiva, no ha nacido aún».
Todo este largo pasado que llevamos ya, el vivir en la primavera del año máximo y el columbrar un extenso porvenir, esplendoroso y fecundo, no debe, sin embargo, alegrarnos en demasía, ni menos ensoberbecernos. Comparados nuestros veinte millones de años ya cumplidos, más de otros veinte millones que por lo menos durara aún la primavera de este planeta, con otras primaveras y años máximos de otros planetas y de otros más grandes sistemas solares, tal vez parezca más breve dicha primavera que la ordinaria y menuda del año vulgar, que sólo dura tres meses.
Cavilando yo días pasados sobre este asunto, y hallándome en el campo, en soledad amena, en hondo valle circundado de rocas escarpadas, donde había silencio, frescura y mil plantas, hierbas y flores, tuve despierto un sueño, que parecía visión espiritual ó intuición pura de algo real, aunque para mí materialmente imperceptible.
Dentro de la superficie de un kilómetro cuadrado entendí que había ciertas emanaciones sutiles de cierto fluído mil veces más tenue que el aire; fluído que penetraba el aire todo, infundiéndose en los vacíos é intersticios que dejan sus moléculas. Este fluído, que el hombre no verá, ni pesará, ni sentirá jamás con sus sentidos, no se eleva más allá de un kilómetro. Tenemos, pues, un kilómetro cúbico lleno de este fluído tenue, desleído en el aire como perfumes ó efluvios. Figúreme, pues, mi kilómetro cúbico como un mundo aparte, y ví que estaba poblado de un linaje de silfos tan diminutos, que, si por descuido se tragase cualquiera de ellos la más ruin molécula de aire, dicha molécula se le atragantaría y quizás le ahogaría como á cualquiera de nosotros un hueso de melocotón. Mi linaje de silfos respira, pues, el fluído tenue de que he hablado. Con las moléculas del aire hacen los silfos mil primores, y hasta juegan cuando son muchachos, disparándolas por medio de enormes cerbatanas.
Fuera del kilómetro cúbico está para mis silfos lo infinito, desconocido é insondable. Viven en una hora; pero su inteligencia es tan rápida y tan sutil, que en esta hora tienen tiempo de sobra para instruirse, enamorarse, propagarse, seguir una carrera, elevarse á las más altas posiciones, legar un nombre ilustre á su legítima prole, y hasta cansarse de la vida y apelar al suicidio. Un minuto para cualquiera de ellos es mucho más que un año para cualquiera de nosotros. Sus poetas componen versos desesperados y desengañados á los quince minutos de nacer, y sus sabios inventan los más profundos y alambicados sistemas de filosofía á los treinta minutos.
La voz de mis silfos es tan delgada, que sólo el fluído susodicho puede transmitirla en ondas sonoras. Sus palabras van tan prontas, que en un segundo refiere un silfo una historia que el más conciso de nosotros tardaría tres ó cuatro horas en contar. Todo lo que entre nosotros es extenso, es intenso entre los silfos. En las veinticuatro horas de cualquier día se extiende la historia de los silfos, y es tan fecunda en revoluciones, cambios, guerras y progresos, como la nuestra en los mil ochocientos setenta y pico de años que median desde la Era cristiana hasta el momento en que escribo.
Mis silfos tienen figura humana. Yo entiendo que toda alma, todo pensamiento que informa un cuerpo, grande o chico, le da esta figura, por ser la más hermosa.
La hermosura de mis silfos es tal, que si lográsemos fabricar un microscopio bastante poderoso para llegar á verlos, envidiaríamos á los varones y nos enamoraríamos desesperadamente de las hembras.
Están muy adelantados en civilización. Han tenido muchos profetas y fundadores de religiones; pero ya va pasando entre ellos la edad de la fe, y rayando la aurora de la edad de la razón.
Sus conocimientos históricos, sin mezcla de fábula, aquello que la crítica más severa da por cierto, no pasa de noventa días, lo cual, equivale á más de tres mil sucesivas generaciones. Y como un minuto para ellos viene á equivaler á un año para nosotros, puede afirmarse que ellos hacen subir la antigüedad de su civilización á más de ciento veintinueve mil seiscientos años. Más allá, yendo contra la corriente de los tiempos, los silfos no ven claro; pero, si entre ellos hay un Darwin ó un Haeckel, sin duda colocará la aparición de la primera monera del mundo silfídico á una distancia proporcionalmente mucho mayor.
El concepto que forman del Universo es muy distinto del que formamos nosotros. Y no porque su razón no concuerde con la nuestra, sino porque son otros los datos de sus sentidos. No llegan con la vista al sol, ni á la luna, ni á las estrellas, por donde los torrentes de luz ardorosa que lanza sobre ellos el primero, y la luz tibia y plateada en que los baña la luna, proceden para ellos de un manantial oculto. Así es que forman mil hipótesis para explicarlo. Claro está que hay largos períodos históricos de una luz, y largos períodos históricos de otra.
En su mundo hay seres animados, de proporciones tan gigantescas, que nosotros ni siquiera las concebimos. Una avispa para ellos es más que lo que sería para nosotros el Nevado de Sorata, si arrancándose él mismo de cuajo, animándose y echando alas, se pusiese á volar y se nos mostrase por el aire. Por fortuna, la excesiva pequeñez de los silfos y su agilidad portentosa los salvan de tales monstruos.
Claro está que lo infinito es siempre lo infinito, así en la mente de un silfo como en la mente de un hombre. En este punto, si nos contraemos á la especulación racional, nuestros conceptos son iguales; pero en contar, en extenderse á mayor número, en notar mayor cantidad, los silfos nos ganan; penetran con sus sentidos, y ven y perciben abismos de extensión, de tiempo, de volumen y de duración en lo infinitamente pequeño, por donde lo mediano, lo mezquino para nosotros, su universo de un kilómetro cúbico, es más ingente para ellos que toda la inmensidad de los cielos para nosotros. Y no dejan por eso de poner más allá de su universo lo infinito inexplorado.
Andan todos ellos muy soberbios con su cultura y con sus progresos, que juzgan sin límites. Así como cuentan ya un pasado larguísimo, esperan un porvenir más largo aún. Y es lo cierto que no se equivocan. Ellos nacieron con esta última primavera y acabarán al fin del próximo otoño. Ahora, que es verano, están en todo el auge de su grandeza. Lo mismo nos sucede á nosotros.
¿Quién sabe si habrá seres, en comparación de los cuales seamos nosotros lo que para nosotros son mis silfos? Y si alguno de estos seres llega á averiguar que existimos, como yo he llegado á averiguar que existen silfos tales, ¿no se reirá, o nos compadecerá, al ver qué esperamos aún tan largo porvenir? Los millones de años que llevamos de vida y los que esperamos vivir aún, serán para él una primavera. Acaso, cuando vuelva él de veranear ó de bañarse en algunos baños de su mundo, encuentre ya el nuestro desolado y hecho ruinas, y extinguida nuestra efímera raza. Pero no tendrá razón. Lo importante es la inteligencia, la cual no se mide por varas, ni por kilómetros, ni por diámetros terrestres. Su actividad, cuando es fecunda, puede condensar en un minuto más hechos, más ideas, más creaciones, más gloria y más infierno, que otra inteligencia reacia, perezosa y torpe, durante siglos de siglos.
Última moralidad. Todo es relativo, como decía D. Hermógenes. No hay menos ni más. En el tiempo que he tardado yo en escribir este artículo para cumplir mi imprudente promesa, un hombre de ingenio fecundo hubiera sido capaz de escribir la historia de toda la raza humana; y, en menos tiempo, mis silfos son capaces de realizar lo más importante de su propia historia. No lo daré por muy seguro, porque no he llegado á enterarme bien y no gusto de fantasear, pero es posible que mientras yo he estado afanadísimo componiendo todas estas candideces é inocentadas á fin de salir del paso, mis silfos hayan fundado nuevos imperios, creado constituciones, inventado filosofías y máquinas, y erigido monumentos, en su sentir, imperecederos.
Tal consideración me avergüenza y humilla, en vez de llenarme de vanidad; y, aunque no sea de silfos, sino de hombres como yo, el público que ha de leerme, todavía le presento con grandísima desconfianza este escrito, que no he tenido reposo, ni humor, ni tiempo para hacer más breve.