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    Julián Romea

    En la torre de Tavira

    CADIZ. — JULIO DE 1846.


    ¡Sagrado mar, cuyo rugido atruena
    al romperte á mis piés en choque rudo,
    oye mi voz que temblorosa suena:
    Occéano inmortal, yo te saludo!

    Déjame que asombrado y sin aliento,
    al verme junto á tí débil y solo,
    contemple ese vaiven que turbulento
    partiendo de mis piés llegará al polo.

    Déjame contemplar tanta grandeza,
    y esa profundidad, y esas anchuras:
    da tiempo á que conciba en mi pobreza
    la extension de esas líquidas llanuras.

    Y cómo con tal ímpetu rodaron
    esas que, ayer tal vez, pujantes olas
    en las playas antípodas sonaron
    y azotan hoy las costas españolas.

    ¡Qué grande eres, oh mar! ¿Cómo es posible
    que así contenga de tus ondas vagas
    esa playa el empuje irresistible?
    ¿Cómo la tierra en tu furor no tragas?

    La mano del Señor, solo ella puede
    tener así tus ímpetus á raya:
    por ella el mundo á tu chocar no cede
    y en la tremenda lucha no desmaya.

    ¡Triste bramido que incesante gime!
    ¡Prodigiosa extension en que me pierdo!
    ¡Soledad melancólica y sublime,
    que de la eternidad traes un recuerdo!

    Al verte con tal pompa ataviado
    á tí me postro con respeto mudo:
    con la frente desnuda, y humillado,
    Occéano inmortal, yo te saludo.

    Y permíteme ya que la mirada
    de tu soberbia magestad retire,
    y un instante mi mente fatigada
    ese horizonte en derredor admire.—

    ¡Cuán bello el sol: cuán bello hácia el poniente
    entre celages de arrebol declina!
    ¡Cuan amoroso la encendida frente
    en las espumas de la mar reclina!

    A su postrera luz allí diviso
    playas que fueron de la rica España
    en otros tiempos, cuando el cielo quiso,
    y hoy gozan fueros de nacion extraña.

    Allí el Guadalquivir, que poderoso
    sobre arenas doradas va rodando,
    y altivo, y sosegado, y caudaloso,
    los campos de la Bética regando.

    Y entre los montes á su curso abiertos,
    y recostado en su encantada orilla,
    besando viene los hermosos huertos
    de las moriscas Córdoba y Sevilla.

    Y hace, por no dejarlos, mil descansos
    entre sus juncos y sus ovas lácias,
    á la sombra que dan á sus remansos
    los bosques de naranjos y de acacias.

    Y ostentando la rica vestidura
    que tegieron sus palmas y olivares,
    se extiende en la magnífica llanura
    y con marcha triunfal entra en los mares.

    Allí la humilde Palos, que piadosa
    abrigó al hombre cuyo ingenio claro
    la hazaña consumó mas portentosa,
    de Isabel la Católica al amparo.

    La vieja Europa le escuchó mofando;
    la inmensa idea su desprecio excita;
    y las columnas de Hércules mostrando
    «Non plus ultra, infeliz», ronca le grita.

    Pero él la burla de su edad sufriendo,
    con el instinto de su fé profundo,
    del claustro de la Rábida saliendo
    se arroja al mar y le conquista un mundo.

    Allí del Guadalete la corriente,
    que de la alta Jerez los campos baña,
    donde los hijos del desierto ardiente
    rudos pisaron el poder de España.

    Cayeron entre horrores infinitos
    príncipes, nobles y pecheros, todos:
    de Rodrigo y Witiza los delitos
    el Dios del mundo castigó en los godos.

    Mas no perdió del todo sus laureles
    la triste España en su mortal desmayo,
    que de Cantabria entre los hijos fieles
    la Cruz del Redentor alzó Pelayo.

    Y ante esa Cruz, que al musulman aterra,
    las tierras rescatando una por una,
    tras siete siglos de obstinada guerra
    vuelve al desierto la africana luna.

    ¡Playa de Trafalgar! el alma mia,
    cuando esa arena ensangrentada miro,
    á tus ilustres mártires envía
    un recuerdo de amor en un suspiro.

    Ilustres, sí; porque si allí vencidos
    cayeron, al marchar hácia la gloria,
    fué porque, alguna vez, no van unidos
    el heróico valor y la victoria.

    ¡Salve, Tarifa; sempiterna valla
    al empuje feroz del sarraceno,
    que aun ve con miedo escrito en tu muralla:
    «Alonso Perez de Guzman el Bueno.»

    Si á los moros Julian, tu puerta abriendo,
    entrada dióles expedita y ancha,
    sobre tus mismas torres combatiendo
    Alonso de Guzman lavó tu mancha.

    ¿Quién vence al pueblo donde nace un hombre
    que siempre en el deber sus ojos fijos,
    idolatrando del honor el nombre,
    primero que faltar mata á sus hijos?!

    ¡Eterna gloria al que tan alta hazaña
    llevar á cabo en su heroísmo pudo:
    al que tal timbre, en ocasion tamaña,
    con sangre propia dibujó en su escudo!

    Y una lágrima el alma enternecida
    dé tambien al dolor de aquella madre
    que vió caer el hijo de su vida
    al propio acero de su propio padre.

    Mas allá Gibraltar... Pero ¿qué veo?
    ¿Quién sus muros altísimos defiende?
    ¡cual dueño de legitimo trofeo
    el Leopardo inglés su garra extiende!

    ¿Y es cierta, es cierta, es cierta mengua tanta?
    Sí, en el fuerte, en los muros, en la villa
    una bandera extraña se levanta,
    que aquel no es tu pendon, noble Castilla!

    ¿Y no reparas, dime, pobre España,
    que es ese trapo que en tu suelo ondea
    sello ominoso que tu frente empaña,
    llaga asquerosa que tu rostro afea?

    ¿Dónde está, vive Dios, potente y fiero
    el Leon español? ¿Dó su estandarte
    que siempre audaz se desplegó ligero
    de una parte del mundo á la otra parte?

    ¡Arroja esa bandera, patria mía!
    ¡Venid sobre ella, y su altivez sucumba,
    triunfos de la Goleta y de Pavía,
    coronas de Bailen, glorias de Otumba!

    ¡Y tú, Cruz de Pelayo victoriosa,
    en Covadonga del alarbe espanto!
    ¡Laureles de las Navas de Tolosa!
    ¡Palmas de San Quintín y de Lepanto!

    ¿Dó están tus hijos, inmortal Sagunto?
    ¿Dónde los tuyos, ínclita Numancia?
    ¿Dónde los bravos que arrollaron junto
    en Roncesvalles el poder de Francia?

    ¿No hay hombres ya de aquellos que arrostraron
    de otro hemisferio los ardientes soles?
    ¿Dó están los que en Bizancio pelearon?
    ¿No hay valientes aquí? ¿No hay ya españoles?

    ¡No, no los hay! Los unos enervados
    son menos ya que débiles mugeres:
    los otros, por el siglo arrebatados,
    ó traficantes son ó mercaderes.

    Corren, y atropellándose presentan
    á la ciega fortuna su sufragio:
    de egoísmo y de codicia se alimentan:
    ¡dignas conquistas del vapor y el ágio!

    Vedlos guardar con ánsia su tesoro:
    en él viven; para ellos nombres vanos
    son patria y libertad.... contando el oro
    manchan su corazon como sus manos.

    Venid, venid, los que en infame calma
    no veis de España la insufrible mengua;
    y la amargura que destroza el alma
    en voces del dolor diga la lengua.

    De esas luces del siglo, que hoy acatan,
    los triunfos ved que por do quiera encumbran,
    ¡Pobre honor nacional, ellas te matan:
    blandones son que tu agonía alumbran!

    ¡Oh, basta! ¡El corazon en santa ira
    siento abrasarse y en despecho hirviente:
    de la vergüenza que el ultrage inspira
    el honroso carmín sube á la frente!

    ¡Contempla, España, lo que vas ganando,
    y á mirar vuelve lo que vas perdiendo:
    mira esa choza vil que se va alzando,
    y el templo mira allí que se va hundiendo!

    Sin ruedas ni vapor tus caravelas,
    cortando del Atlántico la espuma,
    trageron á tus piés bajo sus velas
    el cetro de Atahualpa y Motezuma.

    Y te acataban Albion, la Galia;
    flotaba tu pendon sobre los Andes;
    eras Señora de la hermosa Italia;
    temida en Roma, obedecida en Flandes.

    Y Murillo y Velasquez te ensalzaban;
    y la Europa escuchaba con respeto
    cuando en lira inmortal nobles cantaban
    Rojas y Calderon, Lope y Moreto.

    Mira á tu alrededor, oh España; mira
    de ese adelanto pretendido el fruto:
    junto á tu gloria, que anhelante espira,
    llanto, y discordias, y miseria, y luto.




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