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Manuel del Palacio
El fraile
En el ruinoso claustro bizantino
iba a sentarme a declinar el día,
a pie cruzando el áspero camino
que conduce del pueblo a la abadía.
Todo allí soledad, todo misterio;
del monte en el declive ameno valle,
y vecino a la iglesia el cementerio,
de altos cipreses tras angosta calle.
Aquel antiguo claustro, aquella calma,
aquel cielo tan puro y transparente,
hablaban a mis ojos y a mi alma
de algo que no se explica y que se siente.
Alguna vez el eco repetido
por la cintrada bóveda del coro
traía murmurando hasta mi oído
el rezo triste y el cantar sonoro;
y alguna vez también, pálido y mudo,
y hombre, que un fantasma parecía,
contestaba impasible a mi saludo,
y del templo en la sombra se perdía.
¿Quién era? Al mundo y a la vida extraño,
prófugo del hogar, de nombre incierto,
¿qué crimen, qué dolor, qué desengaño
lloraba en aquel árido desierto?
Bajo su tersa y despejada frente,
de su pupila azul en los fulgores,
irradiaban los sueños de la mente,
ricos de luz, de encanto y de colores.
¿Quién sabe si en la celda sumergido,
cuando todo en silencio reposabas
con el orgullo de Luzbel caído,
su túnica de Neso desgarraba?
¿Tal vez un mártir del amor sería,
que al tibio rayo de la luna bella,
de su amada el espectro evocaría,
la fe negando a Dios que puso en ella?
¿O de oculto pesar víctima triste,
acaso maldiciendo su destino,
de una felicidad que aquí no existe,
buscaba en las tinieblas el camino?
No lo sé; de su imagen solitaria,
siempre severa y misteriosa y fría,
sólo el perfil recuerdo y la plegaria,
que más se adivinaba que se oía:
y tampoco olvidé que muchas veces,
del sitio impresionado y del momento,
al rumor de sus pasos y sus preces
despertó mi dormido pensamiento...
Y pensé en mi interior: esa sentencia
que el hombre sufre y que se impone él mismo,
¿es ley a que obedece su conciencia,
o imposición fatal de su egoísmo?
¿Puede el humano ser, suprema hechura
de un divino o Hacedor, fuente de vida,
renunciando a su noble investidura,
realizar los intentos del suicida?
No de estéril piedad, de amor fecundo
se nutren los hambrientos corazones;
y hacen más falta ejemplos en el mundo
que en el cielo cantares y oraciones.
Bálsamo del dolor es la esperanza,
y, afirme cuanto quiera la pereza,
del bien y la virtud en la balanza,
pesa más el que instruye que el que reza.
Más alto que el incienso, cuya nube
se borra condensada en el ambiente,
hasta el trono inmortal vibrando sube
el suspiro del pobre y del doliente.
Corregir al iluso y al culpable,
aliviar al enfermo y al cuitado,
ese es el culto a Dios más agradable,
ese el deber del justo y del honrado.
Fraile, no envidio tu serena calma;
yo amo al par las espinas y las flores;
la vida es un combate, y de la palma
nunca dignos serán los desertores.