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    Manuel del Palacio

    A mi hija María

    Al pronunciar tu nombre, hija querida,
    puros están mis labios y mi alma,
    pasadas las tormentas de la vida
    miro ya al Cielo con serena calma.
    De cuanto amé y creí con fe y empeño
    sólo dos cosas en mi pecho abrigo:
    mi amor al bien, que fue mi primer sueño,
    mi amor a ti, que morirá contigo.
    Rendido alguna vez, jamás postrado,
    crucé del mundo la escabrosa senda,
    alta la sien, el pensamiento honrado,
    no dócil al error, y sí a la enmienda.
    Nunca esperé ni aplauso ni memoria
    ni demandé favor a la fortuna,
    los pobres lauros que debí a la gloria
    todos los arrojé sobre tu cuna.
    Si de la edad venciendo los agravios
    eres, cual ángel hoy, mujer un día,
    oirás, contada por ajenos labios
    una historia infeliz, esa es la mía.
    Aspirar a lo grande y ser pequeño,
    amar la libertad y no gozarla,
    tener tan sólo la razón por dueño
    y al capricho del mundo encadenarla;
    vivir sujeto al afrentoso lazo
    que teje a veces la maldad triunfante,
    y ver unidos en estrecho abrazo
    el odio ruin y la ambición gigante.
    Tal fue mi vida, tal será la tuya,
    y ¡ay de ti si tu aliento desfallece!
    cuando mi noche terrenal concluya,
    ¡cuando tu aurora celestial empiece!
    Verás con miedo como yo con ira
    tomar el vicio de virtud el nombre,
    aplaudir la verdad a la mentira,
    hacer el hombre su escabel del hombre.
    Verás de amor cubiertos con el velo
    la torpe liviandad o el vino amaño,
    herencia del dolor, el desconsuelo,
    herencia del placer, el desengaño.
    Si esto sucede, si la duda impía
    osa empañar tu corazón siquiera,
    abre este libro entonces, hija mía,
    donde cayó mi lágrima postrera.
    Abrelo, sí, y al recorrer sus hojas
    en que pintarte quiso mi deseo
    de los muertos placeres las congojas
    y de la vida el loco devaneo.
    Piensa no existe entre sus hojas una
    que un consejo no guarde provechoso,
    y que es buen consejo una fortuna
    que no suele tener el poderoso.
    Piensa que con la fe todo se allana,
    que con la caridad todo se puede,
    que hay flor que al huracán resiste ufana
    y al blando soplo de la brisa cede.
    Sentir, amar, creer; aquí se encierra
    todo el secreto de la humana vida;
    quien cumple esta misión sobre la tierra
    puede esperar en calma su partida.
    Por eso yo con efusión te estrecho
    hija del alma, te coloco al lado,
    y me duermo tranquilo y satisfecho
    como el atleta de luchar cansado!




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