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    Manuel José Quintana

    A España, después de la revolución de marzo

    ¿Qué era, decidme, la nación que un día
    reina del mundo proclamó el Destino,
    la que a todas las zonas extendía
    su cetro de oro y su blasón divino?
    Volábase a Occidente,
    y el vasto mar Atlántico sembrado
    se hallaba de su gloria y su fortuna.
    Doquiera España; en el preciado seno
    de América, en el Asia, en los confines
    del Africa, allí España. El soberano
    vuelo de la atrevida fantasía
    para abarcarla se cansaba en vano;
    la tierra sus mineros le rendía,
    sus perlas y coral el Oceano.
    Y donde quier que revolver sus olas
    él intentase, a quebrantar su furia
    siempre encontraba costas españolas.

    Ora en el cieno del oprobio hundida,
    abandonada a la insolencia ajena,
    como esclava en mercado, ya aguardaba
    la ruda argolla y la servil cadena.
    ¡Qué de plagas, oh Dios! Su aliento impuro
    la pestilente fiebre respirando,
    infestó el aire, emponzoñó la vida;
    el hambre enflaquecida
    tendió los brazos lívidos, ahogando
    cuanto el contagio perdonó,; tres veces
    de Jano el templo abrimos,
    y a la trompa de Marte aliento dimos;
    tres veces, ¡ay!, los dioses tutelares
    su escudo nos negaron, y nos vimos
    rotos en tierra y rotos en los mares.
    ¿Qué en tanto tiempo viste
    por tus inmensos términos, oh Iberia?
    ¿Qué viste ya, sino funesto luto,
    honda tristeza, sin igual miseria,
    de tu vil servidumbre acerbo fruto?

    Así, rota la vela, abierto el lado,
    pobre bajel, a naufragar camina,
    de tormenta en tormenta despeñado,
    por los yermos del mar; ya ni en su popa
    las guirnaldas se ven que antes le ornaban,
    ni, en señal de esperanza y de contento,
    la flámula riendo al aire ondea.
    Cesó en su dulce canto el pasajero,
    ahogó su vocerío
    el ronco marinero,
    terror de muerte en torno le rodea,
    terror de muerte silenciosos y frío;
    y él va a estrellarse al áspero bajío.

    Llega el momento, en fin; tiende su mano
    el tirano del mundo al Occidente,
    y fiero exclama: «El Occidente es mío.
    Bárbaro gozo en su ceñuda frente
    resplandeció, como en el seno oscuro
    de nube tormentosa en el estío
    relámpago fugaz brilla un momento
    que añade horror con su fulgor sombrío.
    Sus guerreros feroces
    con gritos de soberbia el viento llenan;
    gimen los yunques, los martillos suenan;
    arden las forjas. ¡Oh, vergüenza! ¿Acaso
    pensáis que espadas son para el combate
    las que mueven sus manos codiciosas?
    No en tanto os estiméis; grillos, esposas
    cadenas son que en vergonzosos lazos
    por siempre amarren tan inertes brazos.

    Estremecióse España
    del indigno rumor que cerca oía,
    y al gran impulso de su justa saña
    rompió el volcán que en su interior hervía.
    Sus déspotas antiguos,
    consternados y pálidos se esconden;
    resuena el eco de venganza en torno,
    y del Tajo las márgenes responden:
    «¡Venganza!» ¿Dónde están, sagrado río,
    los colosos de oprobio y de vergüenza
    que nuestro bien en su insolencia ahogaban?
    Su gloria fue, nuestro esplendor comienza;
    y tú, orgullosos y fiero,
    viendo que aún hay Castilla y castellanos,
    precipitas al mar tus rubias ondas,
    diciendo: «Ya acabaron los tiranos.»

    ¡Oh triunfo! ¡Oh gloria! ¡Oh celestial momento!
    ¿Con qué puede ya dar el labio mío
    el nombre augusto de la patria al viento?
    Yo le daré; mas no en el arpa de oro
    que mi cantar sonoro
    acompañó hasta aquí; no aprisionado
    en estrecho recinto, en que se apoca
    el numen en el pecho
    y el aliento fatídico en la boca.
    Desenterrad la lira de Tirteo,
    y el aire abierto a la radiante lumbre
    del sol, en la alta cumbre
    del riscoso y pinífero Fuenfría,
    allí volaré yo, y allí cantando
    con voz que atruene en derredor la sierra,
    lanzaré por los campos castellanos
    los ecos de la gloria y de la guerra.
    ¡Guerra, nombre tremendo, ahora sublime,
    único asilo y sacrosanto escudo
    al ímpetu sañudo
    del fiero Atila que a Occidente oprime
    ¡Guerra, guerra, españoles! Es el Betis;
    ved del Tercer Fernando alzarse airada
    la augusta sombra; su divina frente
    mostrar Gonzalo en la imperial Granada;
    blandir el Cid su centelleante espada,
    y allá sobre los altos Pirineos,
    del hijo de Jimena
    animarse los miembros giganteos.
    En torvo ceño y desdeñosa pena,
    ved cómo cruzan por los aires vanos;
    y el valor exhalando que se encierra
    dentro del hueco de sus tumbas frías,
    en fiera y ronca voz pronuncian: «¡Guerra!»

    ¡Pues qué! ¿Con faz serena
    vierais los campos devastar opimos,
    eterno objeto de ambición ajena,
    herencia inmensa que afanando os dimos?
    Despertad, raza de héroes; el momento
    llegó ya de arrojarse a la victoria:
    que vuestro nombre eclipse nuestro nombre,
    que vuestra gloria humille nuestra gloria.
    No ha sido en el gran día
    el altar de la patria alzado en vano
    por vuestra mano fuerte.
    Juradlo, ella os lo manda: «¡Antes la muerte
    que consentir jamás ningún tirano!»

    Sí, yo lo juro, venerables sombras;
    yo lo juro también, y en este instante
    ya me siento mayor. Dadme una lanza,
    ceñidme el casco fiero y refulgente;
    volemos al combate, a la venganza;
    y el que niegue su pecho a la esperanza,
    hunda en el polvo la cobarde frente.
    Tal vez el gran torrente
    de la devastación en su carrera
    me llevará. ¿Qué importa? ¿Por ventura
    no se muere una vez? ¿No iré, expirando,
    a encontrar nuestros ínclitos mayores?
    «¡Salud, oh padres de la patria mía,
    yo les diré, salud! La heroica España
    de entre el estrago universal y horrores
    levanta la cabeza ensangrentada,
    y vencedora de su mal destino,
    vuelve dar a la tierra amedrentada
    su cetro de oro y su blasón divino.»




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