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Manuel Reina
La joven de los ojos negros
A doña Fuensanta Crespo, esposa del eminente poeta Grilo.
En la ardiente orgía,
cantando y riendo,
la copa en la mano,
conmovido el seno,
vestida de blondas,
raso y terciopelo,
se encuentra la joven
de los ojos negros.
En su tersa frente
los rubios cabellos
pálidos flamean
con fulgor intenso,
y suave murmullo
de encendidos besos
palpita en sus labios
de grana y de fuego.
La noche es oscura;
el helado cierzo
fatídico silba
y retumba el trueno;
vestida de harapos,
muerta de hambre y miedo,
una mujer entra
en el aposento
donde lugar tiene
el festín espléndido,
y a la hermosa joven
de los ojos negros
pide una limosna
con lúgubre acento.
La joven la mira
con adusto ceño,
y sin socorrerla
la despide luego;
y la melancólica
guitarra tañendo,
con voz argentina
da esta copla al viento:
«¡Qué triste está el mundo!
¡Qué triste está el cielo!
¡Qué triste se encuentra mi madre! y en cambio
¡qué alegre mi pecho!»
II
Con lluvias y fríos,
pasó el crudo invierno,
y el mes de las flores,
de delicias lleno,
con su sol radiante
y amores risueños,
tiende por el mundo
su rosado velo.
Levántase el día
teñido de fuego,
y en olas de oro
se bañan los cielos
entonan las aves
sus dulces gorjeos,
y en el lago límpido
agitase el céfiro.
Por aquella senda
que va al cementerio
llevan unos hombres
un humilde féretro,
en el cual descansan
los ya fríos restos
de la hermosa joven
de los ojos negros.
La única persona
que va en el entierro
es aquella pobre
que con hambre y miedo
entrose en la orgía
la noche de invierno.
Mil ayes despide
su angustiado pecho,
y vierten sus ojos
lágrimas sin cuento.
Madre es de la joven
de los ojos negros,
y por eso exclama
con grandes lamentos:
«¡Qué alegre está el mundo!
¡Qué alegre está el cielo!
¡Qué alegres las aves canoras!, y, en cambio,
¡qué triste mi pecho!»