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Marcelino Menéndez y Pelayo
A Aglaya
¿Quién pudiera atajar, dulce señora,
El raudal inexhausto de la vida?
¿Quién, en las horas de ventura arcana,
Decir al corazón: «Aquí reposa,
La tienda levantemos;
Bastan sus lienzos a albergar dos almas»?
No es la vida el fragor de la pelea,
Ni el ciego impulso de ambición insomne
Que lucra maldición en los aplausos,
Sino la antigua idealidad serena,
Amplia fruición de sí, propio dominio,
Que no se asienta en la movible base
De favor popular o regio amparo;
Ni al hilo de la gente,
Sierva camina de opinión tirana.
Corren sus días cual intacta linfa
Que murmurando por la selva fluye;
La pompa de los cielos,
El vario ornato de perpetua boda
Con que Naturaleza se engalana,
En él encuentran cristalino espejo,
Que ni las sombras de la duda empañan,
Ni el desaliento hiela;
Señor de sí se eleva el pensamiento,
Y congregando aromas y esplendores,
Rico de propio jugo,
Y rico de la savia poderosa
Con que le nutre la opulenta vida,
Desata sus corceles
A conquistar el mundo de la idea.
¡Feliz si logra la templanza activa,
El reposo fecundo,
Del arte y la razón ansiada meta!
¡Mísero quien le pierde! Y no te asombre
Verme llegar, señora, a tus umbrales,
Cual náufrago lanzado
Por brava tempestad a nueva orilla,
¿Quién sabe si benigna o procelosa?
Mas no será aquel mar de escollos rico,
De fabulosos monstruos y tormentas,
Que desligó las tablas de mi nave,
Que mi brazo cansó, gastó mi fibra,
Y hoy me arroja a tus pies, roto y maltrecho.
Encadenome un día
Lazo falaz de pérfida hermosura;
Ya ni un rescoldo queda
Que las cenizas de su pecho avive,
Mas no la ingratitud manche mi labio;
Y aunque cien veces martilló risueña
Mi espíritu en el yunque de la vida,
¿Cómo olvidar que fueron
Sus palabras de amor las que sonaron
Por la primera vez en mis oídos?
Cifré en su pensamiento
Cuanto de luz, de gala y esplendores
El pensamiento crea,
Yo la endiosé para adorarla luego,
El yerto mármol transformando en numen.
Era la estatua de Memnón, que sólo
Lanzaba sus recónditos sonidos
Cuando la luz de mi pasión la hería;
Por ella ambicioné triunfos y palmas,
Atar a mi cuadriga la fortuna,
Hacer sonar mi nombre entre la ciega
Versátil muchedumbre,
Saciar mi sed en las eternas fuentes
Del bien y la belleza,
Y con viril acento,
Descubrir la verdad a los mortales,
Para que el eco del aplauso diera
Recóndita fruición y arrullo grato
A mis tiernos amores,
Y en la santa labor ella gozase
De abrir un alma nueva
A los rayos del arte y de la vida.
Todo pasó; no volverán mis quejas
A interrumpir la calma
En que su muerto corazón reposa;
Ella al estruendo volverá del mundo,
Que sembrará de flores su camino,
Hasta que al peso de los años ceda,
Y se halle sola, desamada y triste,
Y se acuerde de mí; yo, que entre tanto,
Rotas las alas, perdereme oscuro
Entre la inútil, perezosa turba
Que despreciaba ayer; y eso que siento
Hervir el alma en entusiasmo santo,
Y algo que no es mortal rueda en mi mente.
¿Será verdad, señora, que en el alma
Una vez y no más brotan las flores?
¿Nada dirán a mi pasión dormida
La rubia mies, diadema de tu frente,
La casta luz de tus profundos ojos?
¿Podré escucharte impávido y sereno,
Sí para ti enlazados
Bondad nativa y peregrino ingenio,
Cual hadas mecedoras de tu cuna,
Benévolas pusieron
En tus labios de púrpura el tesoro
Que en torrentes de gracia se derrama?
¡Si a veces imagino
Que aún vuelve a mí la antigua primavera,
Que auras del cielo infunden
Nuevo y pujante retoñar de vida
Al talado vergel de mi esperanza,
Y que del alma en el arcano centro,
Por bosques frondosísimos de ideas,
Torna a mover sus perezosas aguas
La fuente del amor y la armonía!
¿Y no te han dicho alguna vez mis ojos
Que a compasión te muevas?
Por ti capaz me siento
Aun de domar mi condición bravía;
No será mi pasión ciega y fogosa,
Como avenida torrencial deshecha,
Cual fue el hervor de los pasados días,
Mas limpia fuente o cristalino arroyo
Que copie tu querer como un espejo
Y se dilate mansa por la vida.
Una palabra tuya
Freno será a mis ojos y a mi lengua;
Huiré de ti cual despreciado siervo,
Por contemplarte a solas sin enojos;
La lengua maldiciente
Jamás al tuyo enlazará mi nombre,
O dirá que las ruedas de tu carro
Pasaron sobre mí, sin que fijaras
En mí la vista, ni escuchases ruego.
¡Vano soñar!... que pasen en buen hora;
Yo quisiera tener, para ofrecerte,
íntegra el alma, virgen el tesoro
Que arrojé al turbio mar de mi destino.
¡Tanto perdido afán, que en ti lograra
Más alto fin y generoso empleo!
Y entonces... a tus plantas te pidiera
Que marcases mi frente con el clavo
De servidumbre eterna... Mas no es digna
De ti, señora, la mezquina ofrenda
De un corazón que otro recuerdo mancha;
Y aunque de nuevo ruja
Y eleve en mí su indómita cabeza
La ronca tempestad que va conmigo,
Yo te amaré, pero en silencio siempre,
Y tu imagen vendrá consoladora
A posarse en mi umbral, ora desierto.
Enero de 1882.