Library / Literary Works |
Marcelino Menéndez y Pelayo
Carta a mis amigos de Santander
Con motivo de haberme regalado la bibliotheca graeca de Fermín Didot
¡Al fin llegaron... desde el turbio Sena
Que la varia y gentil ciudad divide,
Metrópoli lodosa de Juliano,
Hasta los montes de Cantabria invicta,
Último escollo del poder latino!
¡Qué dicha, qué placer, cuánto tesoro!
¡Gracias, amigos! Ya mi estante oprimen
Volúmenes sin cuento; ¡qué delicia
Es recorrer sus animadas hojas!
¡Cómo a la mente atónita resurgen
Los inmortales de la edad helena!
¡Cómo habla la belleza en esos libros,
Llenando de deleites y memorias
El alma henchida de estupor sagrado!
Si el pagano escultor sintió animarse
La piedra que él en diosa transformara,
Y la sangre serpear entre las vetas
Del pario mármol, y espirar los ojos
Lumbre de vida, y rítmica palabra
De sus labios salir, y el pecho alzado
En onda de suspiros agitarse,
Y los brazos tenderle -¡insigne premio
Al vencedor artífice de Atenas!-
Tal siento palpitar eterna vida
Entre las muertas hojas de esos libros,
Del tiempo y la barbarie vencedores,
Que hora vuestra amistad pone en mi mano.
Ved... Homero está aquí... bélico estruendo
Del Escamandro en las riberas suena;
Teucros y Dánaos, cual espesas moscas
En torno de la leche, la llanura
Invaden con sus carros; allí Aquiles,
El de los pies ligeros, raudo vuela,
Agitando fatídicos corceles.
Las troyanas esposas desde el muro
Con horror le contemplan; solo Héctor
Combatirá por el Ilión sagrado;
Miradle traspasar la puerta Scea;
Andrómaca, bañada en risa y lloro,
En brazos lleva al pequeñuelo infante,
A quien asusta el yelmo empenachado
De su padre feroz. ¡Ved cómo arroja
Fuego voraz a las aquivas naves!
¡Ved cómo estrecha el suplicante Príamo
Del ya piadoso Aquiles las rodillas,
Y cómo lleva a sus ancianos labios
La mano matadora de sus hijos!
¡Pues qué, si de la plácida Odisea
Vago feliz por los amenos bosques!...
Allí portentos de la docta Maga,
El Cíclope sin luz, y los vergeles
De Alcino, y de la gruta de Calipso
El umbroso frescor; allí la lucha
Del mañoso Itacense con los vanos
De la casta Penélope amadores,
Que en balde el arco manejar querían,
Por la diestra fortísima doblado
Del hijo de Laertes. ¡Y qué escenas
De hospitalaria paz bajo los techos
Del viejo Néstor y del rey de Esparta!
¡Qué Elena tan gentil, ya redimida!
¡Salve, padre inmortal, eterna fuente
De cuanto bello el arte ha concebido!
De tu sol un reflejo centellea
Del jonio mar en las risueñas ondas
El mármol del Pentélico ilumina,
Resplandece en el ágora de Atenas,
Y el Cronios rey de tu cantar augusto
A Fidias sirve de ejemplar sereno
Para labrar la olímpica cabeza.
¿Y quién agotará su cauce al río?
¿Quién podrá enumerar los que se alzaron
Líricos vates, del sagrado suelo
Bañado por las ondas de armonía,
Que de la voz de Homero se desatan
Para fecundizar los campos griegos?
Apagadas cenizas sólo quedan
De la llama de Safo, ora a Afrodita
Quiera ablandar con métricos halagos
Porque a sus brazos al infiel conduzca,
O ya en ardiente, voladora estrofa,
El fuego exhale que en sus venas corre,
Cuando contempla a aquel mortal dichoso,
A los eternos dioses semejante,
Que mira frente a sí reír su amada,
Y dulcemente hablar. ¡Y cómo vuela
La oda triunfal de Píndaro, y corona
De lauro inmarcesible al noble púgil
Que huella invicto la palestra Elea,
Entre el polvo de férvidas cuadrigas
Y los aplausos de la doria plebe,
Infundiendo las Gracias de Orcomeno
A sus miembros vigor y gallardía!
Y no de ungido luchador tan sólo
La gloria canta, mas de su linaje
Y su pueblo también; que la oda inmensa
En hilo de oro engarza tierra y cielo,
Vuela del agua al sol, del sol a Jove,
Y oráculo de pueblos y Sibila,
De la justicia y sobriedad las leyes
Grata pronuncia en vividores versos.
Venid a mí, despedazados torsos
De estatuas inmortales: rotos himnos
De Aleco, de Estesícoro y Simónides,
Donde aún alienta el genio en cada sílaba;
Dísticos vengadores de Tirteo,
Que del duro Lacón el pecho inflaman
En la feroz mesénica contienda;
Y templen tal horror con dulce halago,
El himno de Baquílides suavísimo,
O la voz grave del anciano ascreo,
O el canto pastoril siracusano,
O un enjambre de abejas desprendidas
De la hiblea antológica colmena.
Mas ya al corvo teatro resonante
Me parece asistir; encadenado
Miro al Titán filántropo en la roca
Su cólera exhalando contra Zeus
En impotentes voces, mientras Io
Mísera vaga por la ardiente arena,
Y el coro de las Ninfas Oceánidas
A tan recio dolor no halla consuelo.
Ved, bañado está en sangre el de Micenas
Alcázar opulento; de Casandra
La fatídica voz alzarse escucho;
Sigo temblando al parricida Orestes,
Cuando aún la sangre cálida gotea
De su madre infeliz y las Euménides
No abandonan su umbral, siempre entonando
El coro vengador; él, perseguido
Por los terrores de conciencia inicua,
De gente en gente vaga; sólo encuentra
Juicio y perdón cabe el altar de Palas.
Que no el choque brutal de las pasiones
Se limita a pintar el arte heleno;
Queda en el fondo del oscuro vaso
Una gota de miel; todo lo templa
La voz solemne del antiguo coro.
Religiosa emoción la mente embarga,
Al ver a Edipo ciego, desterrado,
Su carrera expiatoria ya cumplida,
Penetrar en el bosque de Colona,
Y hacer sagrada con la tumba suya
La ática tierra. ¡Imágenes risueñas
De la tragedia griega, castas vírgenes,
Antígona, Ifigenia, Polixena,
Que al dar el cuello al sacrificio infando,
Sólo el morir tan jóvenes sentíais!
¡Cuál resplandece la verdad humana
En esas puras frentes! ¡Cómo sabe
Eurípides mover los corazones,
De la cautiva Andrómaca al lamento,
O a los furores de la Colquia maga!
¡Cuál se despide moribunda Alceste!
¡Qué hondo terror infunde en las Bacantes
El ulular de la nocturna orgía!
¡Coros de nubes y graznar de ranas,
Chistes inmundos, mágico lirismo,
Comedia aristofánica, que adunas
Fango y grandeza, y buscas en las heces
De lo real lo ideal! La suelta danza
De tus alados hijos me circunde,
Que nunca el ritmo ni la gracia olvidan
Aun en sus locos, descompuestos saltos.
¡Espíritus alegres, cuán distintos
De las negras terríficas visiones
Del yerto septentrión, donde el fermento
De insípida cebada, en las cabezas
Sombras y pesadez va derramando!
¿Quién fantaseó de griegos y teutones
Sacrílego consorcio? Entre la niebla
De las ásperas cumbres hiperbóreas,
Y este radiante sol que a nuestros campos
El don prodiga de la rubia Ceres
Y de Falerno el otoñal racimo,
¿Quién las paces hará? ¿Quién podrá a Elena
Con el Fausto casar, que imaginaba
El Júpiter de Weimar? Siempre ansiosos
De tierra más feraz, al mediodía
Los Bárbaros descienden; en buen hora
Que de nuestros despojos se enriquezcan,
Mas no el rudo cantar de sus montañas
Al canto de las Piérides igualen,
Ni su filosofar caliginoso
A aquella antigua, plácida Sofía,
Que del divo Platón en el Convite
Alzó la mente a contemplar el rastro
De la eterna belleza, y a expresarla
Cual nunca la expresó lengua nacida.
Esa Venus Urania, siempre joven,
Que si, al sepulcro descender pudiera,
Otra vez del sepulcro se alzaría,
De juventud radiante y de hermosura,
Por la voz de Demóstenes hablaba
En el tumulto del hirviente foro;
Del cándido Herodoto se envolvía
Entre la ingenua, desatada prosa,
Y en el seco, nervioso y penetrante
Estilo de Tucídides; posaba
De la abeja del Ática en los labios
La pura esencia de las jonias flores.
Ella enmeló las flechas de Luciano,
Y hasta el sobrio y severo Estagirita,
Déspota rey de la conciencia humana,
Culto y aras le dio.
¡Las Gracias llenen,
Amigos, vuestra mente con sus dones;
Las Gracias, compañeras de la vida,
Por fácil lleven y apacible senda,
De flores adornada, vuestros pasos!
Ni me olviden a mí. Yo el don precioso
Que de vuestra amistad hora recibo,
Conservaré con diligente estudio,
Y el revolver los inspirados folios
Traerá a mi mente la memoria grata
De los caros amigos donadores.
¿Cómo olvidar a ti, que en rica prosa,
Del áureo siglo el esplendor renuevas;
Ni a ti, cantor del Anahuac ingente,
Cual sus bosques espléndido y lozano;
Ni a ti por quien El Tuerto y Tremontorio
No envidian de Cervantes los pinceles;
Ni a ti que riges la edilicia vara,
No sin dolor de las sagradas Musas,
Un tiempo enriquecidas de tus dones,
Desiertas hoy; ni a ti que a Víctor Hugo
Cubriste fiel con peregrino manto,
Tejido de colores y armonías,
Volviendo a España el oriental tesoro,
Que él al Sena llevó; ni a ti que guardas
Con docto afán, en codiciado archivo,
De la vieja Cantabria los anales,
Y en rancios pergaminos escudriñas
Las olvidadas montañesas glorias;
Ni a vosotros, mis dulces compañeros
En estudioso afán; ni a los sagaces
Del comercio fructífero ministros,
Por quien nuestra ciudad es rico emporio
De los tesoros de la mar de Atlante?
¡Salve, reina del mar, Sidón ibera,
Puerto de la Victoria apellidada
Por el romano triunfador Augusto,
Cuando del fuerte cántabro imponía
El yugo a la cerviz! ¡Puerto sagrado
Por las cabezas que en tu templo guardas!
Crezca en gloria y poder el pueblo tuyo,
Dilátense tus muelles opulentos
Y traigan tus alígeros bajeles,
En cambio al trigo que te da Castilla,
De la tórrida caña el dulce jugo,
O del café los vigilantes granos,
O la hoja leve que en vapores sube
Y como la esperanza se disipa.
Y no olvides jamás, patria adorada,
Que fueron, como tú, de mercaderes
Cuna y albergue Rodas y Florencia;
Recuerda que el Magnífico Lorenzo
No fue educado en el feudal castillo
Que alzó el señor germano entre las ruinas
De la inmortal, helénica cultura,
Sino en la abierta, florentina lonja;
Y de aquel mercader so el regio manto
Medró la ciencia, sublimose el arte;
La lámpara platónica encendida
Tornó a brillar en manos de Ficino
Y del latín en las marchitas frases
El alma juvenil de Policiano
Supo infundir calor y nueva vida.
Recuerda que togados mercaderes,
Los que sus leyes al Oriente dieron,
Cuando temblaba la imperial Bizancio
Del león de San Marcos al rugido,
Ardieron en la misma noble llama.
Para ellos los Paladios y Bramantes
Alcázares suntuosos levantaron
Orillas de la adriática laguna,
Y del ducal palacio en las techumbres
Torrentes de color vertió Ticiano.
Que no el amor del oro allí extinguía
Del genio vividor la pura llama,
Ni ha de apagarla en ti. Con larga mano
Premia el ingenio y al saber ayuda,
Ni ingenio ni saber en mí premiaste;
Sólo el intenso amor irresistible,
Que hacia las letras dirigió mis años,
Y aquel amor más íntimo y potente
A mi dulce Cantabria, tierra santa,
La tierra de los montes y las olas,
Donde ruego al Señor mis ojos cierre,
Sonando, cual arrullo en mis oídos,
Lento el rumor de su arenosa playa.