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    Marcelino Menéndez y Pelayo

    Elegía en la muerte de un amigo

    ¿Por qué dicen, señora,
    Que es el dolor la tierra conquistada
    Por el moderno reflexivo numen?
    ¿No hay lágrimas de ardiente poesía
    Hasta en el polvo más menudo y leve
    De los sagrados mármoles de Atenas?
    Hoy mismo, ¿quién podría
    Llenar las soledades de tu alma,
    Con voz más empapada de consuelos,
    Que la solemne voz medio cristiana,
    Présaga del dolor de otras edades,
    Con que Menandro repitió en la escena:
    «Joven sucumbe el que los dioses aman?»

    Le amaron... sucumbió... ¡Triste destino,
    Nunca cual hoy profundo y lastimero!
    No sé qué vaga nube,
    De futura tormenta anunciadora,
    Cubrió mi frente, al encontrar perdida,
    De un escoliasta en las insulsas hojas,
    Esa eterna razón de lo que muere
    Antes de tiempo y sin sazón cortado.
    ¿Te acuerdas? Otro día
    La vimos centellar con luz siniestra
    En el canto purísimo y sombrío
    Del amador toscano de la nada,
    Que en versos no entendidos
    Del vulgo vil, y a espíritus gentiles,
    Como el tuyo, señora, reservados,
    La secreta hermandad te descubría
    Del amor y la muerte.

    Acaso tú su altísimo sentido
    Con entrañas de madre penetrabas;
    Yo acaso me creía,
    Con infantil y amarga vanagloria,
    Digno de las recónditas caricias
    Que halagan al amado de los dioses
    En el tálamo excelso de la muerte;
    Abrazos regalados,
    Cual no los dio jamás mortal alguna;
    Besos que infunden en los labios fríos,
    No eterno anhelo, mas el goce eterno
    De otra inmortal, fecunda primavera,
    Rica de nueva flor y granos de oro.

    ¡Dichoso aquel que cuando joven muere!
    Signo de alta fortuna
    Lleva en su noble, inmaculada frente;
    El sol de la existencia sin ocaso
    Le nutre con su luz irrestañable;
    El fango de la tierra
    No salpica el laurel de su corona,
    Ni el sueño inquietarán de su ceniza
    Gárrulas voces de enemigo bando;
    Cuando él no viva, su menor despojo,
    Su pensamiento apenas germinado,
    La impalpable semilla de su idea,
    Lo que anheló y vivió, lo que, soñaba,
    De lengua en lengua correrán gloriosos,
    Materia a ser de admiración y llanto.
    Nadie envidia la flor, muchos el fruto.
    ¡Dichoso aquél que cuando joven muere!
    ¿Cómo apartar de mi tenaz memoria
    La tarde en que le vi por vez postrera?
    El velo de la muerte
    Que iba envolviendo su gentil semblante;
    La fiebre, que sus huesos,
    Cual indómito monstruo, contundía;
    El rápido corcel del exterminio
    Volando por su sangre generosa;
    El flaco respirar del pecho herido,
    Que ya por otras auras anhelaba,
    Y el tibio fulgurar de aquellos ojos
    Profundos y serenos,
    Que hablarme de otro mundo parecían,
    Cual lámpara de mago
    Que a lo más hondo del santuario lleva
    Y hace patente su riqueza arcana,

    ¡Tan joven, y tan dulce, y tan discreto!
    Quizá tú soñarías
    Con verle domeñar en la carrera
    Del potro ibero la indomada espalda,
    O en ruda caza fatigar los montes
    O en el ardua palestra
    Mover con arte el ya robusto brazo,
    Al sudor noble de las armas hecho;
    O ya en más alta empresa,
    Rendir con tierno y laborioso halago,
    De la Memoria a las esquivas hijas,
    Siguiendo fiel el rastro luminoso,
    Que en torno de él trazaban
    Las cariñosas familiares sombras
    Del moro vengador de su linaje
    Y el penitente Edipo castellano.

    Y quizá soñarías
    Aplausos, y victorias, y loores,
    Y el tronco de su estirpe,
    Por él con nuevas y pujantes ramas
    De perenne verdor engalanado...
    ¡Alégrate, señora,
    Que aún fue mejor su venturosa suerte!
    Intacto lleva a Dios su pensamiento;
    No deja tras de sí recuerdo impuro,
    Y ni la envidia misma
    Puede clavar en él la torpe lengua.
    Blanco de ciega saña
    Nunca se vio, ni de traición aleve,
    Ni, rota el ara del amor primero,
    Halló trivial lo que juzgó divino...
    Acá le llorarán; allá en el cielo
    Árbol será firmísimo y lozano
    Lo que era germen en la ingrata tierra.
    Yo le envidio más bien. ¡Qué hermosa muerte!
    ¡Qué serena agonía,
    Cual sintiendo posarse
    Los labios del arcángel en sus labios!
    ¡Morir no en celda estrecha aprisionado,
    Sino a la luz del sol del mediodía,
    Y sobre el mar, que ronco festejaba
    El vuelo triunfador del alma regia
    Subiendo libre al inmortal seguro!
    ¡Morir entre los besos de su madre,
    En paz con Dios y en paz con los humanos,
    Mientras tronaba desde rota nube
    La bendición de Dios sobre los mares!


    Julio de 1881.




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