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    Juan Meléndez Valdés

    La galerna del sábado de gloria

    Puso Dios en mis cántabras montañas
    Auras de libertad, tocas de nieve,
    Y la vena del hierro en sus entrañas.
    Tejió del roble de la adusta sierra
    Y no del frágil mirto su corona;
    Que ni falerna vid ni ático olivo,
    Ni siciliana mies ornan sus campos,
    Ni allí rebosan las colmadas trojes,
    Ni rueda el mosto en el lagar hirviente;
    Pero hay bosques repuestos y sombríos,
    Misterioso rumor de ondas y vientos,
    Tajadas hoces, y tendidos valles
    Más que el heleno Tempe deleitosos,
    Y, cual baño de Náyades, la arena
    Que besa nuestro mar; y sus mugidos,
    Como de fiera en coso perseguida,
    Arrullos son a la gentil serrana,
    Amor de Roma, y espantable al vasco,
    Pobre y altiva, y como pobre hermosa.

    No es el risueño Egeo que circundan
    Cual ceñidor las Cícladas marmóreas;
    Ni el golfo que con dórica armonía
    De Nápoles arrulla a la Sirena
    Cabe la sacra tumba de Virgilio;
    Ni el vago azul de la marina Jonia;
    Sino el Ponto que azota a Caledonia,
    Y roto entre las Hébridas resuena,
    Titán cerúleo que a la yerta gente
    Hace temblar en la postrera Tule,
    Y cabalga entre nieblas y borrascas
    Sobre el inmenso Leviatán, que nutre
    Con pestífero aceite la candela
    Del céltico arponero. Ni cien carros
    De guerra hicieran tan horrible estruendo
    En torno de Ilión, como esas olas
    Cuando las perlas de Cantabria hieren.

    Hoy se vuelven a alzar firmes y rudas,
    En son de guerra y vencedor amago,
    A renovar el memorable estrago
    Que en la Pasión de su Hacedor movieron;
    Por eso es hoy más íntima y solemne
    La voz de las tormentas boreales,
    Mayor su indignación, cuando arrostrarlas
    Osa el nauchero de piedad desnudo.
    ¡Ay! no verá la luz del patrio faro
    Sobre el amigo cerro de la costa,
    Cual mirada de Dios sobre sus hijos,
    Ni su velera y triunfadora nave,
    Al arribar, coronará de flores.

    ¡Piedad, Señor! Sienta tus iras sólo
    Rota y hundida la soberbia quilla,
    Que oro y baldón conduce a estas arenas,
    O el ferrado vapor, en cuyas venas
    Corre savia de fuego. Allí la sangre
    De nuestra raza va; sobre estos montes
    Tendió la emigración sus negras alas;
    Llora la esposa en el helado lecho,
    Cabe el extinto hogar llora la madre,
    El campo desfallece sin cultura,
    Y en tórrida región nuestros mancebos
    Siega la muerte: ¡que más bien perezcan
    Ante las rocas del amado puerto,
    Acariciados por maternas olas,
    Do lleve el viento el son de las campanas
    De la torre natal, a sus oídos!

    Pero salva, Señor, el frágil leño
    Del pescador que fatigado encuentra
    Al fin de su pescar, la red vacía.
    Es hijo de aquel pueblo que en tardía
    Cadena domeñó la ingente Roma;
    Del que a Cannas Aníbal conducía,
    De las madres itálicas espanto,
    Terror de los vacecos y autrigones;
    Del que en la cruz de su triunfal suplicio
    El bárbaro cantar de la victoria
    De Agripa ante las haces entonaba.
    ¡Oh, sálvalos, Señor! En ellos corre
    Sangre de Bonifaz el de Sevilla,
    Del fiero vencedor de la Rochela,
    Del que trazó primero en breve carta
    La soledad de los indianos mares,
    Y en sus bosques logró gigante tumba,
    Al impulso de arpón enherbolado.
    ¡Contémplalos luchar!... ¡Vana esperanza!
    Que ni el llanto de madres y de esposas
    Las iras quebrará del Oceano,
    Ni del hado la ley adamantina...
    Mas salvados serán, porque las nieblas
    Del mundo material y las del alma
    Sólo la tempestad rompe y ahuyenta,
    Y es su rojiza luz benigno rayo
    De un sol que animará perennes flores.

    ¡Salvados, sí! Desde el salobre risco
    De San Pedro del Mar, un sacerdote
    Les dio la bendición. Nada más grande
    Ojos humanos contemplar pudieron,
    Cual lo que vio la moribunda gente,
    Al descender el celestial rocío
    Del divino perdón sobre su frente;
    Abrirse el cielo, serenarse el mundo,
    Entre Dios y la mar la Cruz alzada,
    Y descender con palmas y coronas
    Las sombras de sus mártires patronos,
    Las de los dos celtíberos guerreros.
    ¡Muerte feliz, entre la paz del cielo
    Y el beso de los mares! Cuando vengan
    A acariciar la conocida playa,
    De barca y pescador traerán los restos
    En el cendal de su tejida espuma.

    Otro celebre en canto que no muera
    La guerra y la ambición, peste del mundo,
    Y a la fuerza brutal erija altares.
    Yo diré que mis cántabros se hundieron
    Con los despojos de su fiel trainera,
    Como cae el guerrero en la batalla
    Asido al asta de su enseña rota.
    ¡Y aún es más noble y santa que en el campo,
    En el taller la sangre derramada
    A impulsos del martillo y de la rueda,
    O en el cóncavo seno de los montes,
    Al trueno de la pólvora deshechos,
    Por donde agita sus humeantes crines
    El moderno Tifón, o en los escollos
    Do cela el mar sus perlas y corales!
    ¡Perenne lid con la materia inerte,
    Dura labor, pero victoria cierta!
    Otro estadio, otra arena, otra cuadriga
    Piden en nueva edad cantares nuevos.
    ¡Dadme el lauro de Olimpia y de Nemea,
    Y la frente del mártir del trabajo
    Ciña la palma de Elis triunfadora,
    Como al atleta coronar solía!

    Oye, noble ciudad, luz de Cantabria:
    Basta a cubrir las llagas de tu pueblo
    Un trozo de tu regia vestidura;
    Rásgale, pues, y en tu esplendor no olvides
    Que esos del nauta sórdidos harapos,
    De su viejo tugurio suspendidos
    Y por el vendaval y por los soles
    Y por el golpe de las olas rotos,
    Te hicieron grande, poderosa y rica.


    Santander, 1877.




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