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Mariano José de Larra
Capuletti e Montechi
La señora Judith Grissi, de quien tanto habíamos oído hablar, se ha presentado por fin en nuestros teatros con una ópera, que se dice expresamente escrita para ella por el maestro Bellini; y si hemos de creer la voz pública del círculo filarmónico, escrita para ella bajo la influencia de sentimientos inspiradores. Era difícil hacer una ópera mala con semejantes antecedentes. Con respecto a la ópera, como quiera que la juzguemos bastante conocida en esta capital, donde ya otras muchas veces, si no tan bien como ahora, por lo menos se ha oído; como quiera que juzguemos igualmente conocido su argumento, sólo diremos en general que el drama sobre que gira es una de las obras maestras del colosal ingenio de Shakespeare. ¡Qué situación la de los dos amantes que separan para siempre disensiones de familias, bandos y parcialidades civiles! ¡De dos amantes de los cuales uno se decide a tomar un veneno, creyendo erróneamente muerto al otro! ¡Qué efecto el del descubrimiento de la verdad! ¡Qué posición la de Romeo, expirante en brazos de Julieta, vuelta a la vida desde el sepulcro para ver morir a Romeo, para imprimir en su frente marchita el beso de muerte, para recibir en sus brazos las agonías del amor, para aspirar con sus labios el último aliento de su amante! Esto es lo que no se encuentra en el clásico Racine, esto es lo que sólo es lícito a la sublime osadía de Shakespeare.
La música de Bellini en este melodrama lleva más que ninguna de sus obras ese sello de expresión y sentimiento que le caracteriza; es ligera, pero tierna; los cantos son siempre graciosos, y van derechos a herir el corazón. Hemos oído a muchos inteligentes tildar de triviales algunos de los motivos: entre otros, el del final del primer acto. En materia de bellas artes, y sin perjuicio del respeto que en todos ramos tenemos a los señores inteligentes, sería bueno que se consintiese algún voto a los sentidos de los espectadores de buena fe. Si sólo tiene derecho a gustar de la poesía, de la música, de la pintura, el que haya secado las tres cuartas partes de su existencia en entender la profunda lengua artística de Homero, Beethoven y Rafael, será preciso confesar que no son hechas las bellas artes para el mundo, sino para una facción quisquillosa y pedante de él. Nosotros, que felizmente no somos profundos inteligentes, gustamos de dejarnos arrebatar en materia de diversión por las impresiones agradables, sin presentarles el acerado escudo de una crítica rigorista donde se estrellen.
Nos apresuramos a ignorar si la ciencia nos puede hacer infelices, pues nos creemos más obligados a ser dichosos que a ser sabios. Si es indispensable para que una sinfonía sea buena que nos fastidie, o que aprendamos antes a no fastidiarnos para hallarla buena, renunciamos generosamente a la calidad de músicos por conservar la de hombres, diciendo con Terencio: Homo sum et nihil humani a me alienum puto. Así que cuando a pesar de la poca filosofía que puede haber entre la música y la letra del final del primer acto de los Montescos, defecto que confesaremos, el efecto nos encanta, nos arrebata en la luneta, preferimos figurarnos que es otra la letra a cerrar los oídos. Preferimos pertenecer al público inmenso a quien sucede otro tanto que al reducido círculo que cree una lastimosa calamidad el dejarse seducir. En moral cristiana estamos por resistir al enemigo; en música queremos sucumbir cuanto antes a la tentación, y ciertamente que un filarmónico en la ópera no es un anacoreta.
La novedad que absorbía antes de anoche la pública atención era la señora Grissi: mil rumores contradictorios, mil encontradas opiniones corrían acerca de su mérito y su figura por las sociedades de Madrid, y se puede asegurar que desde su salida las reunió y refundió todas en una sola, felizmente muy favorable para ella. Desde su salida se vio una figura interesantísima, no una de esas bellezas cuyas proporciones pueden servir de modelo académico, sino esa clase de belleza preferible a la hermosura. Nos han dicho que su hermana es una hermosa estatua; de ésta sentimos que es una mujer bella. Nosotros no vacilaremos nunca entre las mujeres y las estatuas. Si la belleza es la expresión, si vale algo una fisonomía animada, nada ha venido a Madrid comparable con la señora Judith; si se atiende, sobre todo, al realce que sabe dar a su mérito natural con el conocimiento del teatro y con aquella indispensable coquetería del arte que supone la conciencia de los recursos que se poseen y de la importancia de afectar los que no se tienen. Su voz nos pareció un mezzo soprano de mucha fuerza y extensión: llena, fuerte, sonora, corpulenta, de los medios para arriba sobre todo: tiene además una vibración melodiosa que encanta y es de aquellas voces de las cuales se dice vulgarmente que se pegan. Personas que la han oído antes nos han asegurado que en los puntos bajos, que en el día son firmes y claros, y en algunas notas medias ha tenido, sin embargo, más vigor: la composición de esta ópera, expresamente escrita para ella, parece probarlo; si es cierto, con todo, como creen algunos, que en nuestro clima ganan las voces de los cantantes, podrá ser que recupere toda su fuerza. Su método es excelente, su canto spianatto y declamado con una inteligencia música, con una perfección, con una expresión, que sólo pueden concebir y apreciar los que la oigan; nunca, empero, los que quieran formar su opinión por un artículo de periódico. Cantó lindamente, aunque con algún miedo, el aria de su salida del primer acto; con admirable valentía el dúo del mismo, y, sobre todo, la cabaletta. A su cooperación se ha debido indudablemente que se haya oído bien por primera vez en Madrid el final del primer acto, que arrebató. ¡Qué verdad, qué expresión en el dúo del segundo acto con el tenor, y singularmente en todo el tercer acto! En éste probó que puede unirse victoriosamente la acción al canto: las notas que canta moribundo Romeo serán siempre el triunfo de la señora Grissi: es difícil que ella misma haga nada mejor. La señora Grissi, sin que queramos ofender la memoria de la expresiva Tosi y de la profesora Lalande, es, indudablemente, lo mejor que en Madrid hemos tenido, supuesto que reúne en grado eminente las calidades que separadamente tenían aquellas dos cantatrices, siempre de feliz recuerdo para nosotros, que nunca reconoceremos más partidos que el de nuestras impresiones.