Un mundo de conocimiento
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    Mariano José de Larra

    La diligencia

    Cuando nos quejamos de que «esto no marcha», y de que la España no progresa, no hacemos más que enunciar una idea relativa; generalizada la proposición de esa suerte, es evidentemente falsa; reducida a sus límites verdaderos, hay un gran fondo de verdad en ella.

    Así como no notamos el movimiento de la tierra, porque todos vamos envueltos en él, así no echamos de ver tampoco nuestros progresos. Sin embargo, ciñéndonos al objeto de este artículo, recordaremos a nuestros lectores que no hace tantos años carecíamos de multitud de ventajas, que han ido naciendo por sí solas y colocándose en su respectivo lugar; hijas de la época, secuelas indispensables del adelanto general del mundo. Entre ellas, es acaso la más importante la facilitación de las comunicaciones entre los pueblos apartados; los tiranos, generalmente cortos de vista, no han considerado en las diligencias más que un medio de transportar paquetes y personas de un pueblo a otro; seguros de alcanzar con su brazo de hierro a todas partes, se han sonreído imbécilmente al ver mudar de sitio a sus esclavos; no han considerado que las ideas se agarran como el polvo a los paquetes y viajan también en diligencia. Sin diligencias, sin navíos, la libertad estaría todavía probablemente encerrada en los Estados Unidos. La navegación la trajo a Europa; las diligencias han coronado la obra; la rapidez de las comunicaciones ha sido el vínculo que ha reunido a los hombres de todos los países; verdad es que ese lazo de los liberales lo es también de sus contrarios; pero ¿qué importa? La lucha es así general y simultánea; sólo así puede ser decisiva.

    Hace pocos años, si le ocurría a usted hacer un viaje, empresa que se acometía entonces sólo por motivos muy poderosos, era forzoso recorrer todo Madrid, preguntando de posada en posada por medios de transporte. Éstos se dividían entonces en coches de colleras, en galeras, en carromatos, tal cual tartana y acémilas. En la celeridad no había diferencia ninguna; no se concebía cómo podía un hombre apartarse de un punto en un solo día más de seis o siete leguas; aun así era preciso contar con el tiempo y con la colocación de las ventas; esto, más que viajar, era irse asomando al país, como quien teme que se le acabe el mundo al dar un paso más de lo absolutamente indispensable. En los coches viajaban sólo los poderosos; las galeras eran el carruaje de la clase acomodada; viajaban en ellas los empleados que iban a tomar posesión de su destino, los corregidores que mudaban de vara; los carromatos y las acémilas estaban reservadas a las mujeres de militares, a los estudiantes, a los predicadores cuyo convento no les proporcionaba mula propia. Las demás gentes no viajaban; y semejantes los hombres a los troncos, allí donde nacían, allí morían. Cada cual sabía que había otros pueblos que el suyo en el mundo, a fuerza de fe; pero viajar por instrucción y por curiosidad, ir a París sobre todo, eso ya suponía un hombre superior, extraordinario, osado, capaz de todo; la marcha era una hazaña, la vuelta una solemnidad; y el viajero, al divisar la venta del Espíritu Santo, exclamaba estupefacto: «¡Qué grande es el mundo!». Al llegar a París, después de dos meses de medir la tierra con los pies, hubiera podido exclamar con más razón: «¡Qué corto es el año!».

    A su vuelta, ¡qué de gentes le esperaban, y se apiñaban a su alrededor para cerciorarse de si había efectivamente París, de si se iba y se venía, de si era, en fin, aquel mismo el que había ido, y no su ánima que volvía sola! Se miraba con admiración el sombrero, los anteojos, el baúl, los guantes, la cosa más diminuta que venía de París. Se tocaba, se manoseaba, y todavía parecía imposible. ¡Ha ido a París! ¡Ha vuelto de París! ¡Jesús!

    Los tiempos han cambiado extraordinariamente; dos emigraciones numerosas han enseñado a todo el mundo el camino de París y Londres. Como quien hace lo más hace lo menos, ya el viaje por el interior es una pura bagatela, y hemos dado en el extremo opuesto; en el día se mira con asombro el que no ha estado en París; es un punto menos que ridículo. ¿Quién será él, se dice, cuando no ha estado en ninguna parte? Y efectivamente, por poco liberal que uno sea, o está uno en la emigración, o de vuelta de ella, o disponiéndose para otra; el liberal es el símbolo del movimiento perpetuo, es el mar con su eterno flujo y reflujo. Yo no sé cómo se lo componen los absolutistas; pero para ellos no se han establecido las diligencias; ellos esperan siempre a pie firme la vuelta de su Mesías; en una palabra, siempre son de casa; este partido no tiene más inconveniente que el del caracol; toda la diferencia está en tener la cabeza fuera o dentro de la concha. A propósito, ¿la tiene ahora dentro o fuera?

    Volviendo empero a nuestras diligencias, no entraré en la explicación minuciosa y poco importante para el público de las causas que me hicieron estar no hace muchos días en el patio de la casa de postas, donde se efectúa la salida de las diligencias llamadas «reales», sin duda por lo que tienen de efectivas. No sé qué tienen las diligencias de común con Su Majestad; una empresa particular las dirige, el público las llena y las sostiene. La misma duda tengo con respecto a los billares; pero como si hubiera yo de extender ahora en el papel todas mis dudas no haría gran diligencia en el artículo de hoy, prescindiré de digresiones, y diré en último resultado, que ora fuese a despedir a un amigo, ora fuese a recibirle, ora, en fin, con cualquier otro objeto, yo me hallaba en el patio de las diligencias.

    No es fácil imaginar qué multitud de ideas sugiere el patio de las diligencias; yo por mi parte me he convencido que es uno de los teatros más vastos que puede presentar la sociedad moderna al escritor de costumbres.

    Todo es allí materiales, pero hechos ya y elaborados; no hay sino ver y coger. A la entrada le llama a usted ya la atención un pequeño aviso que advierte, pegado en un poste, que nadie puede entrar en el establecimiento público sino los viajeros, los mozos que traen sus fardos, los dependientes y las personas que vienen a despedir o recibir a los viajeros; es decir, que allí sólo puede entrar todo el mundo. Al lado numerosas y largas tarifas indican las líneas, los itinerarios, los precios; aconsejaremos sin embargo a cualquiera, que reproduzca, al ver las listas impresas, la pregunta de aquel palurdo que iba a entrar años pasados en el Botánico con chaqueta y palo, y a quien un dependiente decía:

    –No se puede pasar con ese traje; ¿no ve el cartel puesto de ayer?

    –Sí, señor –contestó el palurdo–, pero... ¿eso rige todavía?

    Lea, pues, el curioso las tarifas y pregunte luego: verá cómo no hay carruajes para muchas de las líneas indicadas; pero no se desconsuele, le dirán la razón.

    –¡Como los facciosos están por ahí, y por allí, y por más allá!

    Esto siempre satisface; verá además cómo los precios no son los mismos que cita el aviso; en una palabra, si el curioso quiere proceder por orden, pregunte y lea después, y si quiere atajar, pregunte y no lea. La mejor tarifa es un dependiente; podrá suceder que no haya quien dé razón; pero en ese caso puede volver a otra hora, o no volver si no quiere.

    El patio comienza a llenarse de viajeros y de sus familias y amigos; los unos se distinguen fácilmente de los otros. Los viajeros entran despacio; como muy enterados de la hora, están ya como en su casa; los que vienen a despedirles, si no han venido con ellos, entran deprisa y preguntando:

    –¿Ha marchado ya la diligencia? ¡Ah, no; aquí está todavía!

    Los primeros tienen capa o capote, aunque haga calor; echarpe al cuello y gorro griego o gorra si son hombres; si son mujeres, gorro o papalina, y un enorme ridículo; allí va el pañuelo, el abanico, el dinero, el pasaporte, el vaso de camino, las llaves, ¡qué más sé yo!

    Los acompañantes, portadores de menos aparato, se presentan vestidos de ciudad, a la ligera.

    A la derecha del patio se divisa una pequeña habitación; agrupados allí los viajeros al lado de sus equipajes, piensan el último momento de su estancia en la población; media hora falta sólo; una niña –¡qué joven, qué interesante!–, apoyada la mejilla en la mano, parece exhalar la vida por los ojos cuajados en lágrimas; a su lado el objeto de sus miradas procura consolarla, oprimiendo acaso por última vez su lindo pie, su trémula mano...

    –Vamos, niña –dice la madre, robusta e impávida matrona, a quien nadie oprime nada, y cuya despedida no es la primera ni la última–, ¿a qué vienen esos llantos? No parece sino que nos vamos del mundo.

    Un militar que va solo examina curiosamente las compañeras de viaje; en su aire determinado se conoce que ha viajado y conoce a fondo todas las ventajas de la presión de una diligencia. Sabe que en diligencia el amor sobre todo hace mucho camino en pocas horas. La naturaleza, en los viajes, desnuda de las consideraciones de la sociedad, y muchas veces del pudor, hijo del conocimiento de las personas, queda sola y triunfa por lo regular. ¿Cómo no adherirse a la persona a quien nunca se ha visto, a quien nunca se volverá acaso a ver, que no le conoce a uno, que no vive en su círculo, que no puede hablar ni desacreditar, y con quien se va encerrado dentro de un cajón dos, tres días con sus noches? Luego parece que la sociedad no está allí; una diligencia viene a ser para los dos sexos una isla desierta; y en las islas desiertas no sería precisamente donde tendríamos que sufrir más desaires de la belleza. Por otra parte, ¡qué franqueza tan natural no tiene que establecerse entre los viajeros! ¡Qué multitud de ocasiones de prestarse mutuos servicios! ¡Cuántas veces al día se pierde un guante, se cae un pañuelo, se deja olvidado algo en el coche o en la posada! ¡Cuántas veces hay que dar la mano para bajar o subir! Hasta el rápido movimiento de la diligencia parece un aviso secreto de lo rápida que pasa la vida, de lo precioso que es el tiempo; todo debe ir deprisa en diligencia. Una salida de un pueblo deja siempre cierta tristeza que no es natural al hombre; sabido es que nunca está el corazón más dispuesto a recibir impresiones que cuando está triste: los amigos, los parientes que quedan atrás dejan un vacío inmenso. ¡Ah! ¡La naturaleza es enemiga del vacío!

    Nuestro militar sabe todo esto; pero sabe también que toda regla tiene excepciones, y que la edad de quince años es la edad de las excepciones; pasa, pues, rápidamente al lado de la niña con una sonrisa, mitad burlesca, mitad compasiva.

    –¡Pobre niña! –dice entre dientes–; ¡lo que es la poca edad! ¡Si pensará que no se aprecian las caras bonitas más que en Madrid! El tiempo le enseñará que es moneda corriente en todos los países.

    Una bella parece despedirse de un hombre de unos cuarenta años; el militar fija el lente; ella es la que parte; hay lágrimas, sí; pero ¿cuándo no lloran las mujeres? Las lágrimas por sí solas no quieren decir nada; luego hay cierta diferencia entre éstas y las de la niña; una sonrisa de satisfacción se dibuja en los labios del militar. Entre las ternezas de despedida se deslizan algunas frases, que no son reñir enteramente, pero poco menos: hay cierta frialdad, cierto dominio en el hombre. ¡Ah, es su marido!

    «Se puede querer mucho a su marido –dice el militar para sí– y hacer un viaje divertido.

    –¡Voto va!, ya ha marchado –entra gritando un original cuyos bolsillos vienen llenos de salchichón para el camino, de frasquetes ensogados, de petacas, de gorros de dormir, de pañuelos, de chismes de encender... ¡Ah!, ¡ah!, éste es un verdadero viajero; su mujer le acosa a preguntas:

    –¿Se ha olvidado el pastel?.

    –No, aquí le traigo.

    –¿Tabaco?

    –No, aquí está.

    –¿El gorro?

    –En este bolsillo.

    –¿El pasaporte?

    –En este otro.

    Su exclamación al entrar no carece de fundamento, faltan sólo minutos, y no se divisa disposición alguna de viaje. La calma de los mayorales y zagales contrasta singularmente con la prisa y la impaciencia que se nota en las menores acciones de los viajeros; pero es de advertir que éstos, al ponerse en camino, alteran el orden de su vida para hacer una cosa extraordinaria; el mayoral y el zagal por el contrario hacen lo de todos los días.

    Por fin, se adelanta la diligencia, se aplica la escalera a sus costados, y la baca recibe en su seno los paquetes; en menos de un minuto está dispuesta la carga, y salen los caballos lentamente a colocarse en su puesto. Es de ver la impasibilidad del conductor a las repetidas solicitudes de los viajeros.

    –A ver, esa maleta; que vaya donde se pueda sacar.

    –Que no se moje ese baúl.

    –Encima ese saco de noche.

    –Cuidado con la sombrerera.

    –Ese paquete, que es cosa delicada.

    Todo lo oye, lo toma, lo encajona, a nadie responde; es un tirano en sus dominios.

    –La hoja, señores, ¿tienen ustedes todos sus pasaportes? ¿Están todos? Al coche, al coche.

    El patio de las diligencias es a un cementerio lo que el sueño a la muerte, no hay más diferencia que la ausencia y el sueño pueden no ser para siempre; no les comprende el terrible voi ch’intrate lasciate ogni speranza, de Dante.

    Se suceden los últimos abrazos, se renuevan los últimos apretones de manos; los hombres tienen vergüenza de llorar y se reprimen, y las mujeres lloran sin vergüenza.

    –Vamos, señores –repite el conductor; y todo el mundo se coloca.

    La niña, anegada en lágrimas, cae entre su madre y un viejo achacoso que va a tomar las aguas; la bella casada entre una actriz que va a las provincias, y que lleva sobre las rodillas una gran caja de cartón con sus preciosidades de reina y princesa, y una vieja monstruosa que lleva encima un perro faldero, que ladra y muerde por el pronto como si viese al aguador, y que hará probablemente algunas otras gracias por el camino. El militar se arroja de mal humor en el cabriolé, entre un francés que le pregunta: «¿Tendremos ladrones?» y un fraile corpulento, que con arreglo a su voto de humildad y de penitencia, va a viajar en estos carruajes tan incómodos. La rotonda va ocupada por el hombre de las provisiones; una robusta señora que lleva un niño de pecho, y un bambino de cuatro años, que salta sobre sus piernas para asomarse de continuo a la ventanilla; una vieja verde, llena de años y de lazos, que arregla entre las piernas del suculento viajero una caja de un loro, e hinca el codo, para colocarse, en el costado de un abogado, el cual hace un gesto, y vista la mala compañía en que va, trata de acomodarse para dormir, como si fuera ya juez. Empaquetado todo el mundo se confunden en el aire los ladridos del perrito, la tos del fraile, el llanto de la criatura; las preguntas del francés, los chillidos del bambino, que arrea los caballos desde la ventanilla, los sollozos de la niña, los juramentos del militar, las palabras enseñadas del loro, y multitud de frases de despedida.

    –Adiós.

    –Hasta la vuelta.

    –Tantas cosas a Pepe.

    –Envíame el papel que se ha olvidado.

    –Que escribas en llegando.

    –Buen viaje.

    Por fin suena el agudo rechinido del látigo, la mole inmensa se conmueve y, estremeciendo el empedrado, se emprende el viaje, semejante en la calle a una casa que se desprendiese de las demás con todos sus trastos e inquilinos a buscar otra ciudad en donde empotrarse de nuevo.




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