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Mariano José de Larra
Don Quijote de la Mancha en Sierra Morena
Imposible nos parecía que se pudiese sacar partido para la escena de la novela de Cervantes; el interés de la curiosidad, primer garante del éxito de un drama, que no podía existir en un asunto que todos conocemos desde que aprendimos a leer, y la lontananza de las alusiones, que no son de nuestros tiempos, eran las primeras razones que nos inducían a creerlo así. La tercera y principal es el contorno aéreo, pero colosal, que ha sabido dar Cervantes a su héroe; cada cual tiene en su imaginación un tipo particular de don Quijote y Sancho, una idea fantástica, un bello ideal en el género, a que la realidad jamás podrá llegar. El autor, sin embargo, ha sabido evitar estos riesgos e interesar nuestro corazón con sólo desenvolver situaciones rápidamente indicadas en la novela, alternando con la mayor economía en su plan las escenas lacrimosas de Lucinda y Dorotea y las ridículas de amo y criado.
Descórrese el telón, y el Licenciado y el Barbero aparecen en escena, conviniendo en los medios de reducir al Hidalgo a otra vida más racional; el encuentro de Cardenio y Dorotea les sugiere el medio más oportuno en el proyecto de hacer a Dorotea princesa Micomicona: el caballero andante, seguido de su escudero, recorre al mismo tiempo aquellas breñas donde se refugió después de la desaventurada aventura de los Galeotes. La conquista del yelmo de Mambrino, el encuentro de la maleta, la penitencia que de resultas imagina hacer nuestro loco en aquellas asperezas, la ida de Sancho, su entrevista con el Licenciado, la súplica de la desamparada Princesa, su otorgamiento y la aventura de Andrés llenan este primer acto.
El segundo es casi enteramente de invención del autor, que reúne en la venta de mal agüero para Sancho, a sus héroes, y sucesivamente a Dorotea, Cardenio, Lucinda y don Fernando; admirables son las situaciones que esta reunión produce y lindamente escritas las escenas amorosas a que dan lugar. La ridícula aventura de los pellejos de vino, degollados en la persona del gigante usurpador, termina este acto gloriosamente para el desfacedor de agravios.
La vela y centinela de la venta, la burla de la pundonorosa Maritornes, la disputa del yelmo y la albarda, la refriega con los cuadrilleros, el reconocimiento de don Fernando y Cardenio, la aclaración de la intriga y su desenlace, y la jaula, por fin, en que restituyen los enmascarados a su lugar al encantado caballero, llenan todo el acto tercero; en la conclusión del cual ha tenido el autor la felicísima idea de herir la cuerda del orgullo nacional, que ha resonado inmediatamente, como era de esperar. El retrato del inmortal autor del Quijote se manifestó entre nubes a nuestra vista asombrada, y ésta ha sido la primera vez que se ha creído al talento en nuestra patria digno de una especie de apoteosis. Los aplausos al gran poeta han conmovido la sala; los españoles han tributado el debido homenaje a su primer ingenio; palomas y coronas de laurel fueron arrojadas a la escena, y en medio del alborozo y del entusiasmo, los madrileños, a quienes se recordó que un Rey acababa de mandar erigir en medio de su Corte un monumento al autor del Ingenioso Hidalgo, mezclaron con los aplausos al hombre grandes vivas de gratitud al Rey justo. Con lágrimas de gozo recordamos circunstancia tan feliz; no perdamos las esperanzas de que un pueblo que conserva aún en tan alto grado su antiguo orgullo nacional vuelva a producir héroes y poetas.
Alguna entrada y salida nos ha parecido en el drama poco justificada, e incomprensible la facilidad con que Cardenio y Dorotea se prestan en su situación al disfraz que propone el Licenciado; alguna escena enteramente episódica, como la de Andrés, no estando trabada con la acción, pudiera del todo suprimirse sin perjuicio del drama. Tal cual espectador ha creído que podríamos exigir con razón algún refrán de boca de Sancho; y, por último, no podemos prescindir de desaprobar algunas frases, que dan lugar a la malignidad de los equívocos y se prestan a alusiones no del mejor género.
Estamos muy seguros de que el autor no ha tenido en ello la menor intención dañosa; pero creemos que en el teatro ni un solo momento se debe perder de vista cierto tacto y, sobre todo, la conveniencia pública.
Éstos son, empero, pequeños lunares. Cuando el señor de Vega acaba de vencer tan grandes dificultades; cuando nos ha presentado con toda verdad histórica a don Quijote y Sancho; cuando ha sabido interesarnos con los amores intrincados de Dorotea y Lucinda; cuando ha manejado la lengua de Cervantes, sin que desdiga de su modelo, en todas las escenas donde su argumento se lo permitía y siempre con pureza e inteligencia del diálogo dramático y de la escena; en fin, cuando ha sabido hacerse aplaudir ruidosamente con un asunto donde muy claros ingenios se han estrellado miserablemente, no es ocasión de insistir sobre faltas leves, hijas ellas mismas en gran parte del propio argumento.
Réstanos hablar de la ejecución; no entraremos en pormenores minuciosos: se ha reconocido generalmente el mayor esmero y cuidado. García Luna, empapado, como todos sus compañeros, en la novela, ha dejado poco que desear; la gravedad que adopta, en una palabra, todo su exterior nos ha recordado de continuo a don Quijote. «Así sería don Quijote», hemos dicho más de una vez. ¿Qué diremos de Sancho? ¿Qué de su sencillez y natural rusticidad? ¿Qué del conjunto de su persona? Momentos ha habido de tan completa ilusión que el mismo Cervantes los hubiera acaso reconocido a entrambos.
Hemos notado, no sin extrañeza, que retrogradamos a la infancia de la comedia y a las heces con que se embadurnaba Tespis. ¿Qué significa la introducción de medias caretas en estos tiempos para la escena? Aun en García Luna hace disculpable este arbitrio el papel que debía representar y el mayor disimulo con que tenía colocada su nariz. En la Maritornes ha hecho malísimo efecto, no tanto por los postizos y parches de que estaba malamente llena, cuanto por el conjunto repugnante que a la vista presentaba. Cierto que así nos la pinta Cervantes; pero hay una especie de verdad fea que no debe presentarse en el teatro, que no choca en la lectura y que incomoda a los ojos. La verdad del teatro es enteramente convencional y la naturaleza no debe en él presentarse tan desnuda. Esa misma Maritornes no tendría el vestido tan limpio como la señora Pinto.
No pierdan jamás de vista los actores que todo lo que es cubrirse con calvas, caretas u otros afeites la frente, donde se presentan los afectos del ánimo, o cualquier punto del rostro, impidiendo su juego a los músculos, es imprimir a su cara la frialdad del mármol, la inmovilidad de una estatua y toda la fealdad de la mentira y de la afectación; y es dar, sobre todo, al espectador la clave del artificio con que se trata de conducirle a la ilusión.