Un mundo de conocimiento
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    Mariano José de Larra

    El duende y el librero

    –Buenos días, señor librero. ¿Qué le trae a usted por aquí?

    –Amigo, lo que a todo el mundo le hace ir y venir: el deseo de ganar la vida y, si se puede, de agenciarse algunas superfluidades.

    –Siéntese usted, que no vendrá usted tan de prisa, y explíqueme en qué puedo servirle.

    –Señor, hablemos claro, y ahorrémonos de palabras; vengo a animar a usted a que escriba, y a que escriba para el público.

    –Hombre, mal pleito trae usted.

    –Vaya, no empecemos con la modestia.

    –No, señor, no es modestia, es comodidad, pereza, reflexión, todo lo que usted quiera.

    –Pero, es posible...

    –Vamos, y ¿qué quería usted que escribiera? Para fastidiar al público siempre se está a tiempo; además... que... en verdad... no tengo nada que decirle por ahora.

    –¡Por Dios! ¿No tiene usted nada que decirle? Y ¿no ve usted los abusos, las ridiculeces; en una palabra, lo mucho que hay que criticar?

    –¡Criticar! ¡Ay! Usted está loco; mi librero ha perdido la cabeza: ¿piensa usted que reservo yo la mía para lances de honor? ¿O usted cree que tengo yo gusto en vérmela rota?

    –Eso no, usted habla en chanza: el Gobierno vigila sobre la seguridad de los individuos que están a su cuidado, y castigaría a cualquiera...

    –Sí, señor, el Gobierno vigila sobre la sociedad; y la sociedad no cesa de conspirar a desbaratar los buenos fines del Gobierno; sí, señor, éste protegería tal vez a quien criticase los vicios y los abusos, porque estos siempre conspiran contra el Gobierno; castigaría también, es cierto; pero, Señor librero, ni el Gobierno podrá evitar que una paliza acabe con mi gana de criticar, ni a mí me importará nada que el Gobierno cuelgue al que me la haya pegado, a no ser que le cuelgue antes de pegármela. ¿Y qué necesidad tengo yo de matarme por los abusos de otros?

    –Mejor sabe usted que yo que se puede criticar sin nombrar a nadie, sin que nadie se pueda ofender.

    –Es cierto; pero no se puede evitar que haya tontos que se crean el objeto de la sátira del autor, cuando éste tal vez no les ha hecho el honor de acordarse de ellos para tomarlos por modelos; y menos se puede evitar el que muchos de estos tontos quieran echarla de valientes, y vayan todos los días a desafiar al redactor, que tiene entonces que dejar a todas horas la pluma para tomar la espada, y dar satisfacción particularmente a cada individuo de los que componen el público de lo que sólo ha dicho a éste en general; y yo no hago ánimo ahora de empezar mi carrera militar; me ha parecido siempre más cómoda la del bufete, porque aprecio las cabezas de mis semejantes tanto como la mía; y soy de opinión que más bien se hicieron todas para discurrir que para recibir golpes, prueba de ello lo muy fáciles que son de romper, y lo poco que resisten esa clase de ejercicio...

    –Conque, es decir, que mi visita es en balde...

    –Pero, hombre, si pide usted cosas...

    –Pues yo no creo que usted, con ese genio que Dios le dio tan mordaz, deje de tener algo escrito que valga la pena de leerse; y vengo por ello.

    –Una cosa es que yo me divierta en reírme en mi cuarto de todo lo que me choca, y otra cosa es...

    –Sí, señor, usted tiene mil razones, pero yo no salgo de aquí sin llevar algo.

    –Hombre, déjeme usted en paz, no sea usted el diablo, que muchos se lo agradecerán.

    –Ahora mucho menos; y más, se ha de proponer usted dar un periódico, hay materia para ello, yo conozco que me puede valer mucho.

    –No, no, no, eso no; comprometerme a dar un periódico, no señor; supuesto que usted se empeña saldrán, sí, de la oscuridad unas cuantas hojas que escribí noches pasadas, y Dios quiera que no me tenga que arrepentir. Si como es regular me sigue el humor, publicaré otras cuando me acomode o pueda, por artículos sueltos; si no, allí se quedará donde a mí se me acabe el gusto.

    –Conque, por último...

    –Sí, señor, por último, ha vencido usted, bien a mi pesar: ahí van esos borrones; póngalos usted en limpio, en la inteligencia de que no quiero que nadie sepa que yo soy el que los publico; póngales usted cualquier título, que en el día no se repara mucho en eso, y mientras más desatinado más gusta, es decir, más llama la atención, más se compra; de modo que ya eso del título es especulación del librero; pero entienda usted que no le doy licencia sino para anunciarlo, pelado de toda alabanza, nada de prevención, que juzgue el público lo que quiera.

    –Pero para venderlo...

    –Si no se vende, que no se venda; yo le abonaré a usted el gasto. Vaya usted con Dios, y hasta otro mes no me vuelva usted a incomodar.




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