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Mariano José de Larra
Las casas nuevas
«La constancia es el recurso de los feos», dice la célebre Ninón de Lenclós en sus lindas cartas al marqués de Sevigné; las personas de mérito, que saben que dondequiera han de encontrar ojos que se prenden de ellas, no se curan de conservar la prenda conquistada; los feos, los necios, los que viven seguros de que difícilmente podrán encontrar quien llene el vacío de su corazón, se adhieren al amor, que una vez por acaso encontraron, como las ostras a las peñas que en el mar las sostienen y alimentan.
Éstos son generalmente los que, temerosos de perder el bien, que conocen no merecer, preconizan la constancia, la erigen en virtud, y hacen con ella el tormento de una vida que deben llenar la variedad y la sucesión de sensaciones tan vivas como diferentes.
Aquella máxima de coqueta, al parecer ligera, si no es siempre cierta, porque no a todos les es dado el poder ser inconstantes, es, sin embargo, profunda y filosófica, y aun puede, fuera del amor, encontrar más de una exacta aplicación. Pero mi propósito no es hundirme en consideraciones metafísicas acerca del amor; tengamos lástima al que le ha dejado tomar incremento en su corazón, y pasemos como sobre ascuas sobre tan quisquilloso argumento. El hecho es que no tenía yo la edad todavía de querer ni de ser querido, cuando entre otras varias obras francesas que en mis manos cayeron, hacía ya un papel muy principal la de la famosa cortesana citada. Chocome aquella máxima, y fuese pueril vanidad, fuese temor de que por apocado me tuviesen, adoptéla por regla general de mis aficiones. Tuve que luchar en un principio con la costumbre, que es en el hombre hija de la pereza y madre de la constancia. El hombre, efectivamente, se contenta muchas veces con las cosas tales cuales las encuentra, por no darse a buscar otras, como se figura acaso difícil encontrarlas; una vez resignado por pereza, se aficiona por costumbre a lo que tiene y le rodea; y una vez acostumbrado, tiene la bondad de llamar constancia a lo que es en él casi naturaleza. Pero yo luché, y al cabo de poco tiempo de ese empeño en cerrar mi corazón a las aficiones que pudieran llegar a dominarle, agregado esto a la necesidad de viajar y variar de objetos, en que las revoluciones del principio del siglo habían puesto a mi familia, lograron hacer de mí el ser más veleidoso que ha nacido. Pesándome de ver a las mismas gentes todos los días, no hay amigo que me dure una semana; no hay tertulia adonde pueda concurrir un mes entero; no hay hermosa que me lo parezca todos los días, ni fea que no me encante una vez siquiera al mes; esto me hace disfrutar de inmensas ventajas, porque sólo se puede soportar a las gentes los quince primeros días que se las conoce. ¡Qué de atenciones en ellos! ¡Qué de sinceros ofrecimientos! ¿Pasaron aquéllos? ¿Se intimó la amistad? ¡Adiós!, como ya de cualquier modo tienen cumplido con usted, todos son desaires, todas crudas y acedas respuestas. Pesándome de comer siempre los mismos alimentos, hoy como a la francesa, mañana a la inglesa, un día ceno y otro meriendo: ni tengo horas fijas, ni hago comida con concierto. Y esto tiene la ventaja de predisponerme para el cólera. Pesándome de hablar siempre en español, tengo amigos franceses sólo para hablar en francés una hora al día: me trato con los operistas para hablar una vez a la semana en italiano; aprendí griego por conocer una lengua que no habla nadie; y sufro las impertinencias de un inglés, a quien trato, por darme a entender en el idioma en que decía Carlos V que hablaría a los pájaros. Pesándome de que me llamen todos los días, desde el año 9 en que nací, por el mismo apellido, cien veces dejé aquel con que vine al mundo, y ora fui el «Duende satírico», ora el «Pobrecito hablador», ora el «Bachiller Munguía», ora «Andrés Niporesas», ora «Fígaro», ora... y qué sé yo los muchos nombres que me quedarán aún por tomar en los muchos años que, Dios mediante, tengo hecho propósito de vivir en este bajo suelo; porque si alguna cosa hay que no me canse es el vivir; y si he de decir la verdad, consiste esto en que, a fuerza de meditar, he venido a conocer que sólo viviendo podré seguir variando. Por último, y vengamos al asunto, pesándome de vivir todos los días en una misma casa, la vista de un cuarto desalquilado hace en mi ánimo el mismo efecto que produce la picadura del pez en el corazón del anhelante pescador que le tiende el cebo. Corro a mi casa, pongo en movimiento a mi familia, hágome la ilusión de que emprendo un viaje, y de cuartel en cuartel, de calle en calle, de manzana en manzana, y hasta de piso en piso, recorro alegremente y reconozco los más recónditos escondrijos y rincones de esta populosa ciudad. Si la casa es grande: «¡Qué hermosura! –exclamo–: esto es vivir con desahogo, esto es lujo y magnificencia». Si es chica: «Gracias a Dios –me digo– que salí de esos eternos caserones que nunca bastan muebles para ellos; ésta es a lo menos recogida, reducida, propia, en fin, del hombre, tan reducido también y limitado». Si es cuarto bajo: «No tiene escalera –digo–, y el hombre no ha nacido para vivir en las estrellas». Si es alto el piso: «¡Bendito sea Dios, qué claridad, qué ventilación, y qué pureza de aires!». Si es caro: «¿Qué importa?, lo primero es tener buena habitación». Si es barato: «Mejor; con eso emplearé en galas lo que había de invertir en mi vivienda».
Nadie, pues, más feliz que yo, porque en cuanto a las habladurías y murmuraciones del mundo perecedero, así me cuido de ellas como de ir a la Meca. Pero es el caso que tengo un amigo que es de esos hombres que se dejan impresionar fácilmente por la última persona que oyen, de esos caracteres débiles, flojos, apáticos, irresolutos, de reata, en fin, que componen el mayor número en este mundo, que nacieron por consiguiente para obedecer, callar y ser constantemente víctimas, y cuya debilidad es la más firme columna de los fuertes.
Oyome este amigo las reflexiones que anteceden, y vean ustedes a mi hombre descontento ya con cuanto le rodea: ya que no lo puede mudar todo, quiere cuando menos mudar de casa, y hétele buscando conmigo papeles en los balcones de barrio en barrio, porque ésta es muy de antiguo la señal que distingue las habitaciones alquilables de esta capital, sin que yo haya podido dar hasta ahora con el origen de esta conocida costumbre, ni menos con la de poner los papeles en las esquinas de los balcones cuando la casa es sólo alquilable para huéspedes.
Las casas antiguas, dijimos, que van desapareciendo en Madrid rapidísimamente, están reducidas a una o dos enormes piezas y muchos callejones interminables; son demasiado grandes; son oscuras por lo general, a causa de su mala repartición y combinación de entradas, salidas, puertas y ventanas.
Dirigímonos, pues, a ver las casas nuevas; esas que surgen de la noche a la mañana por todas las calles de Madrid; esas que tienen más balcones que ladrillos y más pisos que balcones; esas por medio de las cuales se agrupa la población de esta coronada villa, se apiña, se sobrepone y se aleja de Madrid, no por las puertas, sino por arriba, como se marcha el chocolate de una chocolatera olvidada sobre las brasas. La población que se va colocando sobre los límites que encerraron a nuestros abuelos, me hace el efecto del helado que se eleva fuera de la copa de los sorbetes. El caso es el mismo: la copa es pequeña y el contenido mucho.
Muchas casas y muy lindas vimos. Mi amigo observó con razón que se sigue en todas el método antiguo de construcción: sala, gabinete y alcoba pegada a cualquiera de estas dos piezas; y siempre en la misma cocina, donde se preparan los manjares, colocado inoportuna y puercamente el sitio más deseado de la casa. ¿No pudiera darse otra forma de construcción a las casas, de suerte que este sitio quedase separado de la vivienda, como en otros países lo hemos visto constantemente observado? ¿No pudieran llegarse a desusar esos vidrios horribles, desiguales, pequeños, unidos por plomos, generalmente invertidos en las vidrieras? ¿No se les podrían sustituir vidrios de mejor calidad, de más tamaño, y unidos entre sí con sutiles listones de madera, que harían siempre mejor efecto a la vista y darían más entrada a la luz? ¿No convendría desterrar esas pesadas maderas que cierran los balcones, llenas de inútiles rebajos y costosas labores, sustituyéndoles puertas-ventanas de hojas más delgadas y lisas? ¿No pudiera introducirse el uso de las comodísimas chimeneas para las casas sobre todo más espaciosas, como se hallan adoptadas en toda Europa? ¿Tanto perderíamos en olvidar los mezquinos y miserables braseros que nos abrasan las piernas, dejándonos frío el cuerpo y atufándonos con el pestífero carbón, y que son restos de los sahumadores orientales introducidos en nuestro país por los moros? ¿Qué mal haríamos en desterrar los canalones salientes, cuyo objeto parece ser el de reunir sobre el pobre transeúnte, además del agua que debía naturalmente caerle del cielo, toda la que no debía caerle, y en sustituirles los conductos vertederos semejantes a los de Correos, pegados a la pared?
Los caseros, más que al interés público consultan el suyo propio: «aprovechemos terreno»; ése es su principio; «apiñemos gente en estas diligencias paradas, y vivan todos como de viaje»; cada habitación es en el día un baúl en que están las personas empaquetadas de pie, y las cosas en la posición que requiere su naturaleza; tan apretado está todo, que en caso de apuro todo podría viajar junto sin romperse. Las escaleras son cerbatanas, por donde pasa la persona como la culebra que se roza entre dos piedras para soltar su piel. Un poco más de hombre o un poco menos de escalera, y serán una sola cosa hombre y escalera.
Pero sigamos la historia de mi amigo. No bien hubo visto la blancura de una de las casas nuevas, la monería de las acomodadas piececitas, el estado de novedad de las habitaciones del piso tercero, alborózase y:
–¡Este cuarto es mío! –exclama.
–Pero acabémosle de ver.
–Nada; inútil; quiero casa nueva, casa nueva; no hay remedio.
De allí a media hora estábamos ya en casa del casero. Inútil es decir que el casero tenía mala cara; todos la tienen: es la primera cosa que hacen en comprando casa; a lo menos tal nos parece siempre a los inquilinos, sin que esto sea decir que no pueda ser ilusión de óptica.
–¿Qué tiene usted que mandarme...?
–¿Usted es el dueño de la casa que se está haciendo?
–Sí, señor.
–Hay varios cuartos en la casa.
–Están dados.
–¡Cómo!, si no están hechos...
–Ahí verá usted.
–¿Pero no habría...?
–Un tercero queda.
–Bueno, he dicho que quiero casa nueva.
–No es tampoco de los más altos, caballero; no tiene más que noventa y tres escalones y un tramito.
–Ya se ve que no es mucho; se baja uno a Madrid en un momento; quiero casa nueva.
–¿Pagará usted adelantado?
–Hombre, ¿adelantado? A mí nadie me paga adelantado.
–Pues déjelo usted.
–¡Ah!, no, eso no; bien; pagaré, ¿un mes?
–Tres meses o seis.
–Pero, hombre...
–Dejarlo.
–No; bien, bien; ¿cuánto renta? Es tercero y tiene pocas piezas y estrechas, y...
–Diez reales diarios; dé usted gracias que no se le pone en doce.
–¡Diez reales!
–Si no acomoda...
–Sí señor, sí. ¡Cómo ha de ser! ¡Casa nueva!
–Fiador.
–¿Fiador?
–Y abonado.
–Bueno; ¡paciencia! Tengo amigos: el marqués de...
–¿Marqués? No, no, señor.
–El coronel de...
–¿Militar? Menos.
–Un mayordomo de semana.
–¿Tiene fuero? No, señor.
–Pero, hombre, ¿adónde he de ir a buscar?
–Ha de tener casa abierta.
–Pero si yo no me trato con taberneros, ni...
–Pues dejarlo.
–¡Voto va!
No hubo más remedio que buscar el fiador; ya daba mi amigo la mudanza a todos los diablos. Venciéronse, por fin, las dificultades; ya cogió las llaves, y cogió al celador, y cogió el padrón, y cogió... ¿qué había de coger por último? El cielo con las manos, lectores míos. Comenzó la mudanza; el sofá no cupo por la escalera; fue preciso izarle por el balcón, y en el camino rompió los cristales del cuarto principal, los tiestos del segundo, y al llegar al tercero, una de sus propias patas, que era precisamente la que le había estorbado; si se hubiera roto al principio, pleito por menos; fue preciso pagar los daños. El bufete entró como taco en escopeta, haciendo más allá la pared a fuerza de rascarle el yeso con las esquinas; la cama de matrimonio tuvo que quedarse en la sala porque fue imposible meterla en la alcoba; el hermano de mi amigo, que es tan alto como toda la casa, se levantó un chichón, en vez de levantar la cabeza, con el techo, que estaba hombre en medio con el piso. En fin, mal que bien, estuvo ya la casa adornada; pero ¡oh desgracia!, mi amigo tiene un suegro sumamente gordo; verdad es que es monstruoso, y es hombre que ha menester dos billetes en la diligencia para viajar; como a éste no se le podía romper pata como al sofá, no hubo forma de meterlo en casa. ¿Qué medio en este conflicto? ¿Reñir con él y separarse porque no cabe en casa? No es decente. ¿Meterlo por el balcón? No es para todos los días. ¡Santo Dios! ¡Que no se hagan las casas en el día para los hombres gordos! En una palabra, desde ayer están los trastos dentro; mi amigo en la escalera mesándose los cabellos, luchando entre la casa nueva y el amor filial; y el viejo en la calle esperando, o a perder carnes, o a ganar casa.