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    Mercedes Valdés Mendoza

    La esperanza

    I

    ¡Ven, ninfa celestial de la esperanza,
    ven, dulce amiga, que tu amor imploro!,
    y enséñame en hermosa lontananza
    el bien que busco y anhelante adoro.
    Muéstrame un sol de gloria y bienandanza
    con tus reflejos de esmeralda y oro;
    lanza torrentes de tu luz querida
    en el triste horizonte de mi vida.

    II

    Yo desde niña te buscaba ansiosa
    en medio de mis juegos seductores;
    yo desde niña procuré afanosa
    ornar mi frente con tus blancas flores,
    y cuando ya la juventud preciosa
    me cubrió de sus mágicos favores,
    he buscado también enajenada
    la bendita expresión de tu mirada.

    III

    ¡Cuántas noches, al rayo de la Luna,
    en tus inmensos dones meditando,
    he contado las horas una a una,
    con cien visiones de placer soñando!
    Tus contentos, tus goces, tu fortuna,
    por mi agitada mente resbalando,
    brillantes horizontes bosquejaban
    y mundos de delicias me brindaban.

    IV

    ¡Cuántas veces pensé que acá en la tierra
    eras del existir lumbrera y guía,
    o beso de piedad que puro encierra
    bálsamo de consuelo, y alegría!
    Y a la manera que en la altiva sierra
    más vivo lanza su fulgor el día,
    en tu adorable templo te miraba,
    y sin saber por qué siempre esperaba.

    V

    La tierra virgen que descansa hermosa
    en delicado lecho de azucenas,
    a quien la blanda risa presurosa
    con sus amantes besos hiere apenas,
    viendo de la corriente bulliciosa
    las ondas apacibles y serenas,
    en inefable gozo embebecida
    se queda con tu imagen adormida.

    VI

    Lanza un grito de muerte en la batalla
    el arrojado, intrépido guerrero,
    valiente cruza la enemiga valla,
    y el muro rompe su cortante acero;
    nada le enfrena; su furor estalla
    cual el fuerte crujir del rayo fiero,
    y sin cesar un punto de llamarte
    levanta de la gloria el estandarte.

    VII

    Al pálido lucir de llama inquieta
    en solitaria estancia retirado,
    medita y vela el pensador poeta
    sobre el vetusto libro reclinado;
    siempre quedara su canción secreta,
    y del fuego divino despojado,
    callara el trovador, muriera en suma,
    si no te viera a ti junto a su pluma.

    VIII

    ¿Y qué fuera la mísera existencia
    acosada del negro sufrimiento,
    si no aspirara la fragante esencia
    que vierte suave tu aromado aliento?
    Lago sin cristalina transparencia,
    el mar sin ondulante movimiento,
    abrasado arenal, ciudad desierta,
    a toda sensación un alma muerta.

    IX

    Ven, ninfa celestial de la esperanza,
    ven, dulce amiga, que tu amor imploro,
    y enséñame en hermosa lontananza
    el bien que busco y anhelante adoro;
    muéstrame un sol de gloria y bienandanza
    con sus reflejos de esmeralda y oro,
    vierte los rayos de su luz querida
    en el triste horizonte de mi vida.

    X

    Muéstrame sí, tu cielo engalanado
    con riquísimas franjas de colores,
    de trémulas estrellas salpicado,
    y sus lindos luceros brilladores.
    Vierte en mi corazón acongojado
    mil afectos de paz, consoladores,
    y tocaré del porvenir la puerta
    latiendo el pecho con la fe despierta.

    XI

    Tu dulce voz me animará gozosa;
    y sus anchos umbrales traspasando
    mi suerte desgraciada o venturosa
    irán mis ojos sin temor mirando;
    en torno de mis sienes cariñosa
    tus purísimas alas desplegando,
    alentarás tal vez mi fantasía,
    dándome inspiración, luz y armonía.

    XII

    Cíñeme con tus lazos deliciosos,
    encanto de mi ser, flor argentina,
    y por senderos fáciles y hermosos
    mis débiles pisadas encamina.
    Estréchame en tus brazos amorosos,
    esperanza feliz, Virgen divina,
    y al darme la vejez su mano helada
    en tu seno me encuentre reclinada.




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