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    Pedro Antonio de Alarcón

    La guerra de Oriente

    ¿Qué rumor funeral, desconocido,
    turba de nuestras noches el reposo?
    ¿Qué confín de la tierra se estremece?
    ¿Qué drama misterioso
    buscan en las tinieblas las miradas?
    ¿Por qué al oído percibir parece,
    sordas y remotísimas pisadas,
    y Europa estremecida,
    presa quizás de lúgubres temores,
    vela en insomnio ardiente,
    atenta a los insólitos rumores,
    con los ojos clavados en Oriente?
    ¿Dónde está el sol? ¿En qué parte del mundo
    su luz engendra el día
    de tal tribulación? ¿Qué moribundo
    reflejo de agonía
    la aurora boreal al sur envía?
    ¿Por qué roja de sangre luce el alba
    al ser de nuevos días triste cuna,
    y orlada de bermejas aureolas,
    a la América va la casta luna,
    huyendo de este viejo continente,
    próximo a ser de sangre una laguna,
    que meza hirvientes sus purpúreas olas
    del Ural a las costas españolas?
    Desde que un día una gigante sombra,
    cayéndose a lo largo de los mares,
    al que de Cáncer trópico se nombra
    fue a dar con su cabeza fatigada,
    cubriendo con su manto el Océano
    y haciendo de un volcán una almohada
    en que dormir su sueño soberano;
    desde que aquel coloso
    se hundió, midiendo con su cuerpo el mundo,
    con su nombre llenando la ancha historia
    y mil generaciones con su gloria,
    en silencio profundo
    la tierra se quedó: yació la espada
    y enmudeció el cañón; y tras el caos
    que rodeó la esencia de aquel hombre,
    surgió la creación, cesó la nada,
    y este siglo quimérico y sin nombre
    de sus manos salió: que él con su sangre
    bautizó el porvenir regenerado,
    y él mártir, con su muerte
    selló la rendición de las naciones
    y cerró el estamento del «pasado»...
    Napoleón murió; con él la guerra;
    y el VERBO, que es la paz, reinó en la tierra.
    ¿Quién perturba los días
    de progreso, de luz y de esperanza
    que han surgido después? ¿Quién temerario
    con sus manos impías
    a contener se lanza
    la rápida corriente
    que sin cesar avanza,
    bramando ¡«Libertad»! en son rugiente?
    ¿Quién la apagada tea
    de la discordia agita?¿Quién viola
    la paz reconquistada? ¿Quién emplea
    el azote en un siglo que pelea
    sin más pavés que la palabra sola,
    sin más espada que la sola idea?
    ¡Guerra! ¿Dónde y por qué? Ya el pensamiento,
    la cárcel quebrantó del servilismo;
    su dignidad el hombre ha restaurado;
    la sombra se rasgó del fanatismo,
    y el principio sagrado
    de «igualdad» ante Dios cunde doquiera,
    más lento o más veloz ¡ay! ¡según fueron
    más densas la opresión y la ceguera
    en que los pueblos míseros durmieron!
    ¡Guerra! ¿Dónde y por qué? Tended la vista.
    sobre la faz del mundo;
    veréis del Evangelio la conquista,
    que así en consuelos la verdad exhala:
    «Sois hermanos... ¡levántate, mendigo!
    ¡humíllate, Señor! Dios os iguala;
    porque en verdad os digo
    que no hay otra grandeza ni otra estirpe
    ni más elevación ni jerarquía
    que la del genio en comunión conmigo
    ¡y la de la virtud, que es hija mía!»
    Y esa inmortal palabra
    es la emancipación; y ella nos trajo
    la fe, que es la virtud, y ella nos labra
    un grande porvenir, ¡que es el trabajo!
    ¡Guerra! ¿Dónde y por qué? No en las batallas,
    ni con bronce homicida,
    ni con acero y armadura y mallas
    la raza de los hombres fratricida
    busca ya esa ventura
    que una vez para siempre vio perdida
    por la misma maldad de su alma impura...
    ¡No! del corto destierro,
    que hemos llamado vida los mortales,
    no es posible las penas y los males
    ahogar con sangre o extirpar con hierro...
    Bálsamo de las llagas las doctrinas
    los pueblos aliméntanse de ideas;
    castillo inexpugnable es la tribuna,
    campo las populares asambleas,
    y el triunfo la verdad sagrada y una,
    a la cual dice Dios: «¡Bendita seas!»
    ¡Guerra! ¡Guerra!... ¿Y en dónde?
    En los inmensos páramos polares
    el grito del autócrata responde.
    «¡Guerra en torno de mí! ¡Yo soy la guerra!»
    ¡Guerra! ¡guerra! ¿Y por qué? Surca los mares
    y cunde por la tierra
    otro clamor fatídico del polo,
    y contesta esa voz entre los hielos:
    «¡La Europa es para mí, para mí solo!»
    ¿Y quién es él? Aborto de los cielos
    la sombra le ha engendrado;
    le nutre la ambición; el egoísmo
    carcome sus entrañas; el pecado
    muerde su corazón; el fanatismo
    enróscase a sus pies la tiranía
    petrifica su alma; la dureza
    pintada está en su faz; su pensamiento
    es la superstición; la hipocresía
    es su traje imperial; y con su aliento
    anhelará apagar todas las ciencias,
    para dejar el universo a oscuras
    y reinar absoluto en las conciencias.
    Cadáver del pasado,
    quiere infestar un siglo adolescente;
    noche de nuestro sol, quiere, menguado,
    matar su luz ardiente;
    recuerdo de terrores,
    tenebroso en el alma se insinúa,
    y la vista del mundo atribulada
    de él a la Inquisición vaga y fluctúa
    y acaso encuentra en él a Torquemada.
    Viviente anacronismo,
    en nuestro siglo lúgubre extranjero,
    es «Tifoe» que vuelve del abismo,
    ¡susto y horror del universo entero!
    ¿Quién es él? Dolorida, ensangrentada,
    cual en garras de un buitre una gacela
    Polonia está a sus pies despedazada,
    viviente acusación que nos revela
    su crueldad ambiciosa y despiadada.
    Su mano tocó a Hungría,
    y la Hungría se heló...¡mano de muerte!
    y Nápoles y Roma y Lombardía,
    atadas a sus pies, el sueño inerte
    duermen bajo ominosa tiranía.
    Él pesa sobre Francia
    como manto de hielo,
    ahoga el pensamiento en Alemania.
    del Cáucaso feliz enluta el cielo,
    y en América, en Asia y donde quiera
    tiene feroz una uña carnicera.
    Hoy es Turquía... ¡Basta,
    basta ya de ignominia y de paciencia!
    ¡El fuego de la cólera entusiasta
    en las miradas de la Europa brilla,
    y se alza al rumor de las cadenas,
    con el rubor en la glacial mejilla
    y la ira santa en las heladas venas!
    ¿Qué quieres?... ¿dónde vas? Nube de sombra
    formada en un rincón de algún imperio,
    ¿cómo el haber pensado no te asombra
    envolver en tu luto un hemisferio
    y hacer de mil ejércitos, tu alfombra?
    ¿Cómo has soñado, di, apagar la lumbre
    del espíritu humano? ¿No te aterra
    la civilización del Mediodía,
    la que ha dos siglos incendió a Inglaterra,
    la que aún humea en Francia todavía,
    la que cunde voraz por la ancha tierra,
    la que a tu vez te abrasará algún día?
    ¡Guerra! Pues tú la quieres,
    sea guerra sagrada
    por nuestra parte... ¡al invasor Atila
    que trae de nuevo el aquilón en brazos,
    opóngase magnánima y tranquila
    la Europa, a quien afrenta,
    y haga al coloso boreal pedazos,
    como a frágil barquilla la tormenta!
    ¡Oh!, ¡si bajases a la patria mía!
    ¡Oh!, ¡si en tu loca saña
    trajeses algún día
    tus fieras hordas a la fiera España!...
    ¡Ay de ti entonces! ¡El airado noto
    que hizo a Napoleón doblar la frente,
    te arrojará a la faz tu cetro roto
    por las manos de un pueblo independiente!
    Entre tanto, naciones oprimidas,
    olvidad la flaqueza y el cansancio;
    ¡levantaos rugientes, aguerridas,
    tú, la primera, que en tu seno anidas
    el insulto postrer, vieja Bizancio!
    Concita tú del cálido desierto
    las nómades y fieras caravanas,
    las tribus del mar Muerto,
    las de Arabia, las hordas caucasianas
    y las bárbaras gentes africanas...
    ¡Todos, hijos de Agar! ¡alzaos todos
    y defended la sacrosanta herencia
    de Mahometo, y las aras de Mahoma,
    y el derecho inmortal de independencia,
    y a esa tierna deidad, que reverencia
    la historia al lado de la antigua Roma!
    ¡Hijos del gran Leónidas, alzaos!
    Hazañas de los griegos de otros días,
    romped del tiempo el polvoroso caos:
    corra otra vez la sangre generosa
    de Maratón en las cenizas frías,
    y al hijo de Moscovia, que os insulta,
    sepultad en las olas del Euxino,
    que de Jerges las haces aún sepulta
    ¡Tú, Francia altiva, liberal, guerrera,
    siempre audaz, siempre rica de entusiasmo,
    recuerda el sanguinoso Beresina,
    donde el que fuera de los siglos pasmo
    huyó por vez primera,
    dejando tras de sí llanto y ruina:
    recuerda del Kremlin la roja hoguera,
    que una tumba en los mares ilumina,
    y que el trotón cosaco tascó el freno
    de tu París en el lujoso seno!
    Ahí tienes ¡oh Albión! al que divide
    con tu poder el reino de los mares
    y allá en la India tus esfuerzos mide
    y contigo, en los círculos polares
    y en la China y doquier siempre coincide;
    tú, que eres, oh Inglaterra,
    grande, porque el destino te hizo libre,
    lánzate al mar, arrójate a la guerra,
    y su ancha garra, tu leopardo vibre,
    sobre el oso polar que al mundo aterra,
    Alemania, Polonia, Italia mía,
    de Palermo a Venecia infortunada,
    noble y doliente Hungría;
    Suiza, ciudadela codiciada
    de pérfidos tiranos ambiciosos;
    y tú, región feliz, allá sentada
    al otro lado de la mar bravía,
    república de hombres generosos
    todos, en fin, los que lloráis cansados,
    los esclavos, los tristes, los opresos,
    del pueblo los tribunos desterrados,
    los de la patria huérfanos proscritos,
    llegad como torrentes despeñados;
    «¡Libertad!» «¡libertad!» sean vuestros gritos;
    ¡precipitaos; vengad vuestros dolores;
    caed sobre el tirano;
    despedazad sus tercios invasores,
    y a Europa purgue vuestra heroica mano
    armada de justicia y de venganza,
    del que cruel intenta
    los faros apagar de una esperanza,
    que allí en el porvenir su luz ostenta
    tras los aciagos siglos de tormenta!




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