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Ramón de Mesonero Romanos
La comedia casera
On sera ridicule et je n'oserai rire?
Boileau.
Los hombres nos reímos siempre de lo pasado; el niño juguetón se burla del tierno rapaz sujeto en la cuna; el joven ardiente y apasionado recuerda con risa los juegos de su niñez; el hombre formal mira con frialdad los ardores de la juventud, y el viejo, más próximo ya al estado infantil, sonríe desdeñosamente a los juegos bulliciosos, a las fuertes pasiones y al amor de los honores y riquezas que a él le ocuparan en las distintas estaciones de la vida. A su vez las demás edades ríen de los viejos..., conque queda justificado el dicho de que la mitad del mundo se ríe siempre de la otra mitad.
-¿Y a qué viene una introducción tan pomposa, que al oírla nadie dudaría que iba usted a improvisar una disertación filosófica a la manera de Demócrito?
Tal le decía yo a mi vecino, don Plácido Cascabelillo, cierta mañana entre nueve y diez, mientras colocábamos pausadamente en el estómago sendos bollos de los PP. de Jesús, hondamente reblandecidos con un rico chocolate de Torroba.
-Dígolo, me contestó el vecino con una sonrisa (y aquí se precipitó a alcanzar con los labios una casi deshecha sopa que desde la mano, por un efecto de su gravedad quería volver a la jícara), dígolo por la escena que acabo de tener con mi sobrino. -¿Y se puede saber cuál es la escena? -Óigala usted.
-Este joven, a quien usted conoce por sus finos modales, nobles sentimientos, y por la fogosidad propia de sus veinte y dos años, tiene al teatro una afición que me da que temer algunas veces, aunque por otro lado no dejo de admirar su extraordinaria habilidad; así que, siempre que le sorprendo en su cuarto representando solo, y después de haberle escuchado un rato con admiración, no dejo de entrar con muy mal gesto a distraerle y aun regañarle.
Días pasados me manifestó que una reunión de amigos habían determinado ejecutar en este Carnaval una comedia casera, y al principio me opuse a su entrada en ella; pero acordándome luego que yo había hecho lo mismo a su edad, hube de ceder, convencido de las cualidades que adornaban a todos los de la reunión, de la inocencia del objeto, y de la inutilidad de resistir a los esfuerzos de mi sobrino. La sociedad recibió con entusiasmo mi condescendencia, y queriendo dar una prueba plena de su agradecimiento, resolvió nemine discrepante (ríase usted un poco, amigo mío), nombrarme su presidente.
-Aquí prorrumpimos ambos en una carcajada, y echando un pequeño sorbo para dejar el jicarón a la mitad, continuamos nuestros bollos, y prosiguió.
-Ya usted conoce que hubiera sido descortesía corresponder con una negativa a tan solemne honor. Muy lejos de ello, oficié a la junta dándole las gracias por su distinción, y admitiendo el sillón presidencial. Aquella misma noche se citó para la toma de posesión, y la verifiqué en medio de la alegría de ambos lados, cubiertos de socios actores, socios contribuyentes y socios agregados.
El que hacía de secretario de la junta me leyó un reglamento en que se disponía la división en comisiones. Comisión de buscar casa, comisión de decoraciones, comisión de candilejas, comisión de copiar papeles, comisión de trajes y comisión de permiso para la representación. De ésta quedé yo encargado, y presidente nato de las demás.
El contarle a usted, amigo mío, las profundas discusiones, los acalorados debates, las distintas proposiciones, indicaciones, adiciones y resoluciones que han ido eslabonándose en las posteriores juntas, sería nunca acabar. Baste, pues, decirle, que encontramos en la calle de... una casa con sala bastante capaz (después de tirar tres tabiques y construirlos más apartados), de un aspecto bastante decente (después de blanqueada y pintada), y con los enseres necesarios (que se alquilaron y colocaron donde convino). Así que resuelto este problema y el del permiso favorablemente, los demás fueron ya de más fácil resolución, o quedaron subordinados a la importante discusión, acerca de la elección de pieza que se había de representar.
Diez y siete se tuvieron presentes. Óigalas usted (dijo esto sacando un papelejo de su escritorio). El Otelo, las Minas de Polonia, Pelayo, la Pata de Cabra, la Cabeza de bronce, el Viejo y la niña, el Rico-hombre de Alcalá, el Español y la Francesa, el Jugador de los treinta años, el Médico a pelos, el Tasso, el Delincuente honrado, A Madrid me vuelvo, García del Castañar, la Misantropía, Sancho Ortiz de las Roelas y el Café. Ya usted ve que en nuestra junta no preside exclusivamente el género clásico ni el romántico. Las dificultades que a todas se ofrecían eran importantes. En una había tres decoraciones, y los bastidores no se habían pintado más que por dos lados, por la sencilla razón de que no tenían más; tal necesitaban dos viejas, y ninguna de la comparsa, aun las de cincuenta y ocho años, se creían adecuadas para semejantes papeles; cuál llamaba a una niña de diez y ocho años, y una de cuarenta rotundamente embarazada, se empeñaba en ejecutar aquel papel. En una salía un rey, y el designado para este papel era bajo; en otra tenía el gracioso demasiado papel y poca memoria; todos querían ser primeros galanes; los que se avenían a los segundos apenas sabían hablar; se cuidaba por los maridos que el oficial N. no hiciera de galán enamorado; los amantes no consentían que sus queridas salieran de criadas; los galanes y las damas (porque a esta junta fueron admitidas), los barbas, las partes de por medio y las personas que no hablan, todos hablaban allí por los codos y a la vez, de modo que yo, presidente, vi varias veces desconocida mi autoridad. Por último, después de largo rato pudo restablecerse el orden, y a instancias de mi sobrino se resolvió y adoptó generalmente la comedia de El Rico-hombre de Alcalá, no sin grandes protestas y malignas demostraciones de un joven andaluz, a quien para desagraviarle se encargó el papel del rey don Pedro.
Terminado así este importante punto, pasamos a vencer otras dificultades, como tablado, decoraciones, orquesta, bancos, mozos de servicio, arreglo de entradas, salidas, billetes, señas, contraseñas y demás del caso; y no tengo necesidad de decir a usted que en estos veinte y cinco días se han renovado veinte y cinco veces en nuestra sala de juntas las escenas del campo de Agramante.
Por último, la suscripción se realizó, el arreglo del teatro también; los actores y actrices aprendieron sus papeles y empezaron los ensayos. En ellos fue, amigo mío, cuando saqué yo el escote de mi diversión. Porque había usted de ver allí las intriguillas, los chistes, los lances verdaderamente cómicos que sin cesar se sucedían. Quién formaba coalición con el apuntador para que apuntase a un desmemoriado en voz casi imperceptible; quién reñía con su querida porque en cierta escena había permanecido dos minutos más con su mano entre las del primer galán; cuál tomaba entre ojos a alguno porque le desairaba con sus grandes voces.
Despacio, señores. -Más alto. -Conde, que le está a usted manchando esa vela. -Doña Antonia, que la llama a usted el rey don Pedro. -Esos brazos, que se meneen. -Usted sale por aquí y se vuelve por allá. -Doña Leonor, don Enrique, doña María, aquí mucho fuego. -Eso no vale nada.
Por este estilo puede usted figurarse lo demás; pero todo ello ha pasado entre la risa y la algazara, a no ser cierta competencia amorosa a que da lugar una de las actrices entre mi sobrino y el andaluz que hace de rey. Varias veces hemos temido un choque, pero por fin salimos con bien de los ensayos; en su consecuencia se ha señalado esta noche para la primera representación, y tengo el honor, como presidente, de ofrecer a usted un billete.
Acepté gustoso el convite y llegada la noche, y habiéndome incorporado con don Plácido, nos metimos en un simón, que a efecto de conducir al presidente y actores había tomado la compañía, y llegamos en tres cuartos de hora a la casa de la comedia. El refuerzo de un farol más en el portal nos advirtió de la solemnidad, y subiendo a la sala la encontramos ya ocupada tan económicamente, que no podíamos pasar por entre las filas de bancos. Por fin, atravesamos la calle real que corría en medio de la sala, formando división en la concurrencia, y fuímonos a colocar en la primera fila. Por de pronto tuvimos que hacerlo de modo que al sentarnos no viniesen abajo los dos que se hallaban en las extremidades del banco, aunque el del lado de la pared no quedó agradecido al refuerzo.
Los socios corrían aquí y allá colocando a sus favoritas, haciendo que todo el mundo se quitase el sombrero, hablando con los músicos y con los acomodadores, entrando y saliendo del tablado, comunicando noticias de la proximidad del espectáculo, y cuidando en fin de que todos estuviesen atentos.
Los concurrentes por su parte cada cual se hallaba ocupado en reconocer los puestos circunvecinos; alargar el pescuezo por encima de un peine, enfilar la vista entre dos cabezas, limpiar el anteojo, sonreírse, corresponder con una inclinación a un movimiento de abanico, y entablar en fin aquellos diálogos generales en tales ocasiones. Entre tanto los violines templaban, el bajo sonaba sus bordones, el apuntador sacaba su cabeza por el agujero, los músicos se colocaban en sus puestos, y con esto, y un prolongado silbido, todo el mundo se sentó, menos el telón, que se levantó en aquel instante.
-¿No me escuchas?
-¡Qué molesta
y qué cansada mujer!
-Siempre que te viene a ver
debe de subir por cuesta.
Ya pueden figurarse los lectores que así empezaron a representar; pero tres minutos antes que los dijeran ya repetía yo estos versos sólo de escucharlos al apuntador. Así fue repitiendo, y así nosotros escuchando, de suerte que oíamos la comedia con ecos.
Los actores eran de una desigualdad chocante. Cuando el uno acababa de decir su parte con una asombrosa rapidez, entraba otro a contestarle con una calma singular; uno muy bajito era galán de una dama altísima, que me hacía temblar por las bambalinas cada vez que parecía en la escena; cuál entraba resbalándose de lado por los bastidores; cuál salía atropellando cuanto encontraba y estremeciendo el tablado; sólo en una cosa se parecían todos, es a saber: los galanes en el manejo de los guantes, y las damas en el inevitable pañuelo de la mano.
En fin, así seguimos aplaudiendo constantemente durante el primer acto todos los finales de las relaciones, que regularmente solían ir acompañados de una gran patada; pero subió a su colmo nuestro entusiasmo durante la escena entre el Rico-hombre y el buen Aguilera. Tengo dicho, me parece, que el sobrino del presidente, que hacía de Rico-hombre, estaba picado de celos con el que hacía de rey, así que cargaron a maravilla los desprecios y la arrogancia, con lo cual lució más aquella escena.
El entreacto no ofreció cosa particular, a no ser una ocurrencia de que me hubiera reído a mi sabor si hubiera estado solo; y fue, que un oficial que se sentaba detrás de mí, dijo muy naturalmente a uno que estaba a su lado, que la dama era la única que lo desgraciaba.
-Se conoce que lo entiende usted muy poco, caballero, porque esa dama es mi hija.
-Entonces siento haber creído que su hija de usted lo echa a perder.
-Diga usted que el galán no la ayuda.
-¿Cómo que no la ayuda mi sobrino? (gritó una voz aguda de cierta vieja de siglo y medio, que estaba a mi derecha).
-Señores (saltamos todos) no hay que incomodarse ni tomarlo por donde quema, todos se ayudan recíprocamente, y la comedia la sacan que no hay más que ver.
Por fin volvió a sonar el silbato: giramos todos sobre nuestros pies, y quedamos sentados unos de frente y otros de perfil, según la mayor o menor extensión del terreno.
Todo el mundo deseaba la escena de la humillación de don Tello a la presencia del rey, menos mi vecino el presidente. En fin, llegó aquella escena, y don Pedro, vengándose de lo sufrido por el buen Aguilera, trató al Rico-hombre con una altivez sin igual: por último, al decir los dos versos
a cuenta de este castigo
tomad estas cabezadas,
se revistió tan bien de su papel y de un sublime entusiasmo, que aunque los bastidores no eran muy dobles, no hubieron de parecer muy sencillos al sobrino, según el gesto que presentó. Los aplausos de un lado, las risas generales por otro, y más que todo, el aire triunfal de don Pedro, enfurecieron al sobrino don Tello, en términos que desapareciendo de su imaginación toda idea de ficción escénica, arremetió con don Pedro a bofetones; éste, viéndose bruscamente atacado, quiso tirar de su espada, pero por desgracia no tenía hoja y no pudo salir. Los músicos alborotados saltaron al tablado, el apuntador desapareció con su covacha, la ronda se metió entre los combatientes y la consternación se hizo general. Entre tanto doña Leonor, la Elena de esta nueva Troya, cayó desmayada en el suelo con un estrépito formidable, mientras don Enrique de Trastamara corría por un vaso de agua y vinagre. Todo eran voces, confusión y desorden, y nadie se tenía por dichoso si no lograba derribar una candileja o mudar una decoración. El tablado en tanto, sobrecargado con cincuenta o sesenta personas, sufría con pena tan inaudita comparsa, y mientras se pedían y daban las satisfacciones consiguientes, se inclinó por la izquierda y desplomándose con un estruendo horroroso bajaron rodando todos los interlocutores y se encontraron nivelados con la concurrencia. Ésta, que por su parte ya había tomado su determinación, ganó por asalto la puerta y la escalera, adonde hallé al presidente haciendo vanos esfuerzos para evitar la retirada y asegurando que todo se había acabado ya; y así era la verdad, porque aquí se acabó todo.
Marzo de 1832.