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    Romualdo Nogués

    El pelao de Ibdes

    Pues señor; en un país muy lejos... se hallaba una buena mujer encerrada en profunda y obscura cueva. Dios la concedió un hijo despabilado y listo, que, en cuanto nació, preguntó a su madre:

    -¿Qué hacemos aquí?

    -¡Ay! Me encuentro encantada por un oso que mató a tu padre, sin poder salir ni ver el sol.

    -¿A qué hora viene?

    -A las doce de la noche. Pero es (añadió la pobre mujer al oído del recién nacido) el mismísimo demonio.

    El niño halló en la cueva una tranca muy grande, y se escondió detrás de la puerta; al llegar el oso dando resoplidos, abierta la boca y enseñando sus formidables dientes, de un trancazo le hizo polvo. El muchacho arrojó los restos de la fiera a un río, y llevó a su madre a Ibdes, pueblo miserable de Aragón.

    Los chicos del lugar, como aún no le había salido el pelo, le pusieron por mote o apodo El Pelao. Éste era mal estudiante, reñidor; se cansó de vida tan pacífica, y armado de la tranca con que mató al oso, salió de Ibdes a buscar fortuna. Su pobre madre no consiguió detenerle, y se quedó llorando.

    Pues señor; el Pelao, anda que te anda, días y días, camino adelante, encontró a un hombre descomunal que arrancaba pinos a tirón. Se llamaba Arrancapinos.

    -¿Qué eres? -le preguntó.

    -Leñador.

    -¿Cuánto te dan por cada pino?

    -Dos cuartos.

    -Poco es; ¿quieres venir a ver mundo?

    -Sí.

    Y los dos, tan amigos como si se hubieran conocido toda la vida, echaron a andar.

    A las cien leguas de marcha los envolvió una gran nube de polvo que obscurecía el sol. La causa era que otro gigante a puñetazos tiraba las más altas montañas.

    -¿Se trabaja? -le dijeron.

    -¡Quiá! (contestó Batemontes.) Estoy abriendo un camino real.

    -¿Cuánto jornal ganas?

    -Un sueldo (ocho cuartos).

    -¡Mira qué cosa! Vente con nosotros a correr aventuras.

    Pues señor; ya eran tres; dos gigantes y el Pelao, que valía por cuatro. Llegaron ala orilla de un río, tan ancho, que ni con catalejo se divisaba la otra, y preguntaron por una barca a un gigante que, echado, miraba de alto abajo a los otros que estaban de pie; era tonto; pescaba con caña.

    Barbancha, -así se llamaba el pescador-, colocó la suya de modo que subieran en ella los tres compañeros, y en dos zancadas los desembarbó en la margen opuesta. Lo mismo hacía con carros, coches y galeras. A tan grande animal lo convencieron que dejase el oficio y se fuese con ellos. Aceptó. Caminaban a pasos de gigante, y un día que amenazaba furiosa tempestad, se metieron en un palacio deshabitado, cuya despensa se hallaba bien provista.

    -Oid (dijo el Pelao): Arrancapinos hará la comida, mientras nosotros registramos el palacio.

    El gigante llenó un caldero con los manjares más exquisitos, encendió leña, se sentó en el hogar, hervía a borbotones el caldo, echó un cigarro, levantó la cabeza al lanzar una bocanada de humo, y vio en la chimenea, entre el hollín, a un viejo que lo miraba con ojos que parecían ascuas. Arrancapinos salió escapado, no supo disimular el miedo, que es en lo que consiste el valor, y dijo al Pelao:

    -¡Hace un humo en esa cocina! Manda a otro en mi lugar.

    -Vaya Batemontes. -añadió el chiquillo de la cuadrilla, a quien los gigantes obedecían sin murmurar, porque la inteligencia siempre acaba por dominar la fuerza bruta.

    Batemontes arregló la lumbre, cogió una brasa, y al encender un cigarro observó que el viejo, desde el cañón de la chimenea, le clavaba los ojos con resplandor infernal. Echó a correr, y rogó que, para no cegar del humo, lo reemplazara Barbancha. A éste le sucedió pintiparado lo mismo que a sus compañeros. El Pelao se encargó de cocinar, encendió también su cigarro, reparó en el viejo que despedía fuego por los ojos, y de un trancazo lo hizo añicos. Como la libertad y la educación consisten en no hacer ni decir nada que mortifique a los demás, el Pelao no habló a los gigantes del humo de la cocina, y trató de distraerlos mientras en ella comían, asegurándoles que la escena que se representaba, capaz de asustar a una estatua de piedra, nada tenía de particular. Por arte de encantamiento, gran recurso para explicar lo imposible, la sangre, los huesos y la carne del viejo, en pedacitos, uno tras otro, marchaban poco a poco, atravesaban la cocina, subían a la ventana, se arrojaban al corral y se metían en un pozo sin agua.

    -En cuanto comamos (dijo el Pelao), lo reconoceremos.

    Los gigantes se miraron con espanto. Atado a una cuerda, bajaron a Arrancapinos al pozo diez mil varas; tocó la campana que llevaba para avisar si encontraba algo, lo subieron, y les juró, tiritando de miedo, que no se podía resistir el frío. Batemontes bajó veinte mil varas, y Barbancha cuarenta mil; y los muy bestias no supieron inventar nada, y repitieron que el frío era irresistible. Para mentir se necesita algo de talento, mucha memoria y poca vergüenza.

    Pues señor; el Pelao, sonriéndose de la pavura de sus compañeros, se ató, le dieron cuerda, llegó al fondo del pozo, encontró una galería tapizada con telas bordadas de seda, las arañas eran de cristal de roca, los muebles de marfil y la alfombra de plumas de cisne. Llamó a una puerta de bronce, le preguntaron qué deseaba, contestó que abriesen y lo sabrían; apareció una señora muy guapa encantada por un león que, al presentarse rugiendo, el Pelao, con la tranca, al primer golpe lo aplastó. Ató a la señora a la cuerda, tocó la campana, los gigantes la subieron, y continuó su excursión.

    Llamó a otra puerta de plata, salió una señora joven y bonita, encantada por una serpiente de siete cabezas, y, sin arredrarle los silbidos del monstruo, lo mató. Mandó a la segunda dama para arriba. Volvió a llamar a una puerta de oro, y otra hermosa señora le manifestó llorando que se hallaba encantada por el diablo en figura de horrible viejo, el cual, al recibir el trancazo que le tiró el Pelao, se ladeó, y sólo perdió una oreja que éste se metió en el bolsillo. Los gigantes subieron la última dama, y cuando tuvieron una para cada uno, se escaparon con ellas, y se portaron peor que enanos cochinos, dejando en el pozo al valeroso Pelao.

    -Mira (le dijo el diablo), si me das mi oreja, porque sin ella no puedo presentarme en el infierno, te haré muy rico, y te daré,por mujer a una infanta hermosísima; las señoras que has visto en el pozo no sirven para descalzarla. Agárrate a la oreja que me queda, y te convencerás.

    El Pelao lo verificó, y el diablo cumplió su promesa. En volandas lo llevó a un magnífico palacio; el Rey lo casó con su hija, que era preciosa; le dio el mando de las tropas del reino, y fue siempre feliz. Todo porque libró a su pobre madre, y ni al diablo tuvo miedo.

    Cuentico contao, por la ventanica se fue al tejao.




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