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Romualdo Nogués
La buena hija
Una mujer dejada de la mano de Dios, sólo así podía suceder, odiaba a su hija porque era más guapa que ella. Mandó a un criado que en un carro la llevase atada, y al pasar por un espeso bosque la matara. Como prueba de que lo había ejecutado, debía traerla el corazón, la lengua y un dedo meñique.
Al criado le dió lástima de la juventud y hermosura de la muchacha, y entregó a tan mala madre la lengua y el corazón de una perrita que el carro aplastó en el camino, diciendo que el dedo se le habría perdido, porque no lo encontraba en las alforjas.
La infeliz chica se refugió en una cueva inmediata a otra que servía de albergue a una cuadrilla de bandidos. Mientras éstos salían a sus correrías, la pobre muchacha, en pago de los restos de la comida que encontraba en la cueva, la barría y arreglaba las camas. Los bandoleros, admirados y temiendo que pudieran sorprenderlos, dejaron a uno de centinela, que se durmió. La mocita entró de puntillas para no despertarle, y limpió la caverna.
A todos los de la cuadrilla, uno tras de otro, que encargaron la vigilancia, les sucedió lo mismo, y ninguno supo explicar el misterio. Admirado el capitán de ladrones, arrogante mozo, que se metió a tan mal oficio porque mató en desafío a uno que insultó a su madre, se quedó de guardia. Cerró los ojos; la muchacha se acercó pasito a pasito, lo creyó dormido, y cuando más descuidada se encontraba, la agarró el capitán por la cintura, y resbaló el banco donde se hallaba sentado.
-¡Ay! No me matéis, y respetad mi honra. -exclamó la asustada joven.
-Al contrario (dijo aquél, soltándola); necesitamos una criada, y nunca encontraremos otra más hermosa.
El jefe de bandidos había nacido caballero: como las ideas de nobleza que se adquieren en la niñez, y las cicatrices de las heridas que se reciben en la guerra tarde se borran, el capitán sacó una pistola del cinto, y añadió:
-Al que te vaya a faltar, le levantaré la tapa de los sesos.
Lo hubiera cumplido.
El criado repitió muchas veces a la desgraciada chica, al dejarla en el bosque, que si deseaba vivir, no se acercase jamás a su madre; mas ella ansiaba verla, y nunca la olvidaba. Un día que salió a la puerta de la caverna a tomar el sol, se le acercó una vieja, y le preguntó:
-Niña, ¿qué haces aquí tan sola y triste?
-Pensar en mi madre.
-¿Por qué no la buscas?
-Es imposible.
-Toma esta sortija, y cuanto desees, aunque sea en sueño, se cumplirá.
La muchacha se puso el anillo, quedó hechizada, en la apariencia muerta, y mucho más hermosa que viva. La vieja la colocó en una caja de cristal; quiso cargar con ella, y no pudo: la niña llevaba, al cuello un escapulario. La hechicera buscaba en su imaginación un medio de separar del cuerpo de la niña el objeto religioso que la impedía arrebatarla por los aires y presentarla a sus compinches los demonios, cuando oyó ruido de caballos, y desapareció, mesándose de rabia los cabellos. Era el hijo del Rey, que con brillante tropa perseguía a los bandidos. En la puerta de la caverna le hirió la vista la caja de cristal, se apeó, la abrió, y encontró la preciosa joven, muerta o desmayada. No volvió a acordarse del objeto de su expedición; cubrió con su capa de grana la caja de cristal, y la condujo a palacio. La depositó en una sala magnífica, tapizada de seda, cuyos muebles eran de marfil y oro; a nadie participó el hallazgo, y enamorado de la bella encantada, pasaba los días contemplándola extasiado. No quería participar su dicha a los demás. Al salir de la sala cerraba y guardaba la llave. Una vez se olvidó de ejecutarlo, y la Reina, que, como mujer, era curiosa, y como madre se hallaba alarmada de ver a su hijo tan preocupado desde su última expedición militar, y registró la sala, y halló el tesoro que ocultaba el Príncipe. Para sorprenderle agradablemente, dispuso que las damas cambiasen el vestido ordinario que llevaba la hechicera y hechizada muchacha, por uno magnífico. Al arrancarla la sortija que la dio la bruja para ponerla otra de más valor, quedó la niña desencantada; se puso de pie, llena de vida, de gracia y de belleza. Parecía un sol. A los gritos de la Reina acudió toda la corte. Todos por unanimidad convinieron, lo cual sólo en los cuentos fantásticos es posible, en que la joven no tenía el más pequeño defecto, y que debía casarse inmediatamente con el Príncipe. Se verificaron las bodas. La muchacha, que al principio la persiguió la desgracia, acabó por ser lo más feliz que se puede imaginar, en recompensa de querer siempre a su madre, aunque ésta con ella no podía haberse portado peor.
Cuentos para gente menuda