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    Romualdo Nogués

    La varita de virtudes

    El secretario y fiel de fechos de un pueblo preguntó a sus tres hijas:

    -¿Cuánto me queréis?

    -Más que a mi vida, -contestó la mayor.

    -Más que a mi alma, -respondió la mediana.

    -Yo (dijo la más chica), le quiero más que a la sal y el agua.

    Como el padre no comprendió el sentido de la frase, y gustaba que le adulasen hasta las hijas, echó de casa a la más pequeña. Afligida la niña, caminaba sin saber adónde, cuando se encontró una perrita de aguas, casta la más inteligente de la raza canina. Un hechicero la había enseñado a hablar, y preguntó a la chiquilla:

    -¿Por qué lloras?

    -Porque no tengo pan para comer, ni paja donde dormir.

    -Toma esta varita de virtudes (y señaló la perra con la pata un precioso palito con los extremos de oro, que el animal había soltado de la boca durante la conversación). Con ella (añadió), conseguirás cuanto desees, si al mismo tiempo dices las palabras que te voy a comunicar en secreto. La perrita, puesta en dos pies, acercó el hocico a oído de la chica, y escapó como una exhalación.

    La niña pidió albergue en el palacio real. La servidumbre creyó que una pobrecita tan mal atrapazada (vestida) no estorbaría; la admitieron y destinaron a cuidar los patos del jardín. La Reina la vio, le chocó su hermosura, supo se llamaba Mariica, el fútil motivo por qué la abandonó su padre, y la regaló un traje completo. Hubo quien se alarmó, temiendo llegara la pastorcita de patos a la privanza real. Conforme la paterita crecía, se aumentaban sus encantos y la rabiosa envidia que la tenían los bajos servidores de palacio. Para deshacerse de ella, refirieron a la Reina que la, al parecer, humilde chicuela, era tan orgullosa, que aseguraba podría dar de comer a mil convidados sin ayuda de nadie. La Soberana creyó el cuento, y sonriendo desdeñosamente, exclamó:

    -«Mariica lo ha dicho, -Mariica lo hará; -si no, la cabeza- se le cortará.»

    Todos se apresuraron a comunicar tan cruel sentencia a la que por celos ya odiaban.

    La paterita dijo a la varita maravillosa:

    -«Con la virtud que tú tienes y con la que Dios te ha dado, me saques de este apuro. Sol y Luna, Dios me ampare y mi fortuna. Luna y Sol, Dios me ampare y su favor.»

    Por encanto apareció en el principal salón de palacio una mesa ricamente puesta, llena de manjares exquisitos y con cubiertos de oro para mil personas. Las criadas de la Reina se mordieron los labios, y los criados del Rey se hincaron las uñas en la carne hasta hacerse sangre.

    Pronto inventaron nueva falsedad. Aseguraron que la paterita ofrecía limpiar toda la ropa blanca de palacio, y la de los cien mil guardias del Rey, en quince minutos. La Reina dió una carcajada, y repitió:

    -«Mariica lo ha dicho; -Mariica lo hará; -si no, la cabeza- se le cortará.»

    De ésta no te escapas, pensaron los encarnizados enemigos de la que guardaba los patos.
    Esta, al noticiárselo, pronunció, mirando a la varita, la fórmula sibilítica referida, y se la presentó una urraca, ave parlanchina, que la dijo:
    -Se ejecutará lo que deseas.
    Levantó la picaza el pico, y dirigiéndose al Océano que se divisaba en el horizonte, cantó:

    -«Pajaritos del mar, -unos a acarrear y lavar; -otros a secar y planchar, -los demás a guardar.»

    Millones de aves marítimas, obedeciendo con pasmosa actividad las órdenes despóticas de la urraca, en menos de un cuarto de hora dejaron la ropa más blanca que la nieve, recogida en los armarios de palacio y repartidas las camisas a los cien mil soldados de la guardia real, sin necesidad de cabos furrieles ni lavanderas.

    Los más intrigantes y aduladores del palacio real inventaron un imposible mayor que los anteriores. Como la Reina tenía la inmensa pena de que su hijo mayor se hallaba encantado, le dijeron que la paterita juraba podía desencantarlo.

    La Reina, al oírlo, vistos los prodigios que había llevado a feliz remate la de los patos, replicó muy confiada:

    -Mariica lo ha dicho, -Mariica lo hará. -Y si lo hace, -Con mi hijo casará.

    La niña recurrió a la varita, y antes de concluir de pronunciar «Luna y sol, Dios me ampare y su favor», brotaron de la tierra dos lindos pajes. Conducían un magnífico caballo, una copa de cristal de roca con adornos de oro esmaltado, y un pájaro de tornasolados colores. Uno de los pajes dijo a la heroína de esta fiel y verídica historia:

    -Monta en el alazán, sigue al pájaro, y guarda la copa.

    Arrebatados por el huracán, corrió el caballo y voló la avecilla, parándose de pronto junto a una fuente. El pájaro mandó a su vez a Mariica:

    -Coge una copa de agua y tírala al aire.

    Al evaporarse el líquido, quedó el príncipe desencantado. A los pocos días se casó con la envidiada niña.

    Barrieron la servidumbre de palacio.

    La nueva no fue mejor. De lo malo indispensable, la menor cantidad posible.

    Convidaron a comer a todos los secretarios de los pueblos del reino. La Princesa preguntó a su padre por sus hijas, y respondió:

    -Tenía tres. Las dos mayores, muy cataplasmeras (aduladoras), me abandonaron cuando más las necesitaba. A la más pequeña, porque no las imitaba, la arrojé de casa.

    -Esa soy yo (dijo la hermosa Mariica, abrazándole). Os quiero más que al agua y la sal, sin las cuales no se puede vivir.




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