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    Romualdo Nogués

    Las tres naranjitas de oro

    Jugaba el hijo del Rey a la pelota en la plaza con varios jóvenes, tan locos como él, cuando, al pasar una espantosa vieja, de un pelotazo la rompió la alcuza, quedándose sin vasija, sin aceite y obligada a cenar a obscuras, en unión del gatazo negro que la acompañaba. Como era hechicera, hizo mal de ojo al hijo del Rey, que enfermó gravemente, y desahuciado por los médicos de cámara, a la desesperada llamaron a la maldita y rencorosa vieja, para que remediase el mal que había hecho, amenazándola con desollarla viva, quemarla y aventar sus cenizas.

    La diabólica curandera examinó al joven, y dijo que sanaría si cogía por su mano las tres naranjitas de oro, y que para evitar los riesgos del camino, debía llevar prevenidos siete panes, siete cántaras de leche y siete ruecas. El hijo del Rey montó en un soberbio caballo andaluz (en aquella época gustaba más lo español que lo extranjero), y emprendió el viaje, seguido de los bagajes necesarios.

    Después de caminar varios meses, encontró siete gigantescos perros, que, al verlo, se disputaron el honor de tragárselo. Conforme iban abriendo sus enormes bocas, el hijo del Rey les echaba un pan. Como el hambre satisfecha amansa a los animales furiosos y a los hombres políticos, le dejaron pasar sin causarle daño.

    Andando leguas y leguas, al creerse próximo a terminar su viaje, se le interpusieron en el camino siete enormes culebras, silbando y amenazando herirle con sus puntiagudas lenguas. El joven las puso a cada una su correspondiente cántara de leche, la bebieron con ansia, se hartaron, y quedaron aletargadas completamente.

    Cuando el hermoso príncipe iba más descuidado y contento, lo rodearon siete viejas desgreñadas y feas como visiones infernales. Eran brujas endemoniadas. Ya se preparaban, con gran algazara, a arrancarle el pellejo a tiras con sus largas y sucias uñas; pero el mozo las aseguró que en la corte del Rey su padre las damas más encopetadas hilaban que se las pelaban. Como a las mujeres, aunque sean de la edad de Matusalén, las gusta seguir la última moda, quedaron los siete espantajos muy alegres, cada una con su rueca, instrumento que antiguamente ponían por burla y castigo a los soldados que en las batallas se portaban con cobardía. Tan solemnes brujas nada ignoraban; de ellas descienden nuestras actuales sabias, y en pago del valioso regalo, enseñaron el ansiado naranjal al hijo del Key. Éste, palpitándole el corazón, cogió una naranjita de oro, la partió, y salió de ella una señora muy guapa, que le dijo:

    -Necesito jofaina para lavarme, toalla para secarme y peine para peinarme.

    Como el joven no pudo complacerla, la dama desapareció. Al abrir la segunda naranjita de oro, encontró otra señora más bella que la anterior; tuvo la misma exigencia, y no satisfecha, se le escapó de entre las manos.

    Desesperado el mozo, recurrió a las consabidas viejas, y a pesar de que las puercas no se lavaban, secaban ni peinaban, tenían el utensilio necesario, y se lo dieron enseguida.

    Partió el hijo del Rey la tercera naranjita de oro; se presentó a su vista la mujer más hermosa que puede imaginarse; le pidió lo mismo que las dos primeras, se lo presentó, y ella de un salto se colocó en la grupa del caballo, al cual le nacieron alas. Con la presteza del relámpago el nuevo Pegaso condujo al caballero y a la dama al palacio real.

    Se casaron, y tuvieron un hijo muy bonito: el príncipe marchó a la guerra, que fue larga y sangrienta, y al ver sola a la hermosísima princesa, los palaciegos se conjuraron para matarla. Se encargó de ejecutarlo una camarista, y al peinar los rubios, sedosos y abundantes cabellos de la que llegaría a ser reina, la clavó un largo alfiler de oro en la cabeza.

    No pereció, sino que la pobre se convirtió en paloma, y escapó volando por el balcón. El ave jamás se alejó de palacio, porque en él dejaba a su inocente y hermoso niño. Las madres, aunque sean irracionales, no abandonan a sus hijos. La palomita entraba siempre que podía por los balcones de palacio; llevaba a su hijo flores y frutas en el pico, lo arrullaba y lo besaba. Si alguno de sus enemigos se le acercaba, le volvía la cola, se marchaba, y se colocaba en la cornisa del alcázar, de modo que la fuera fácil ver al niño.

    Al regresar triunfante el príncipe, preguntó en las inmediaciones de la capital por qué no salía su esposa a recibirle; le contestaron que de dolor por la ausencia de su marido, se había vuelto negra y fea. En palacio le presentaron una esclava africana, gran comedianta, instruida en el papel que debía representar y de la historia de la infeliz que por envidia habían sacrificado.

    El príncipe se consolaba de la transformación de su mujer, acariciando a su hijo y a la palomita, que repetía sus visitas. Un día que pasaba la mano por la cabeza de la avecilla, observó que tenía un bultito; separó las plumas, vio un alfiler de oro, tiró, lo sacó, y la paloma volvió a su primitiva forma de mujer, más hermosa que nunca.

    Murió el Rey, heredó su hijo, mandó emparedar a la infame peinadora, arrojó a los intrigantes de su corte, se quedó casi solo, gobernó con justicia, no hizo caso de las recomendaciones de los altos ni de las adulaciones de los bajos, y vivió con su esposa y su hijo, que llegó a ser tan virtuoso, buen mozo y valiente como su padre.

    Cuentito contado, por la ventanita se fue al tejado.




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