Un mundo de conocimiento
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    Vicente Blasco Ibáñez

    El femater

    1.

    El primer dia que a Nelet le enviaron solo a la ciudad, su inteligencia de chicuelo torpe adivinó vagamente que iba a entrar en un nuevo periodo de su vida.

    Comenzaba a ser hombre. Su madre se quejaba de verle jugar a todas horas, sin servir para otra cosa, y el hecho de colgarle el capazo a la espalda, enviándolo a Valencia a recoger estiércol, equivalia a la sentencia de que, en adelante, tendria que ganarse el mendrugo negro y la cucharada de arroz haciendo algo más que saltar acequias, cortar flautas en los verdes cañares o formar coronas de flores rojas y amarillas con los tupidos dompedros que adornaban la puerta de la barraca.

    Las cosas iban mal. El padre, cuando no trabajaba los cuatro terrones en arriendo, iba con el viejo carro a cargar vino en Utiel; las hermanas estaban en la fábrica de sedas hilando capullo; la madre trabajaba como una bestia todo el dia, y el pequeñin, que era el gandul de la familia, debia contribuir con sus diez años, aunque no fuera más que agarrándose a la espuerta, como otros de su edad, y aumentando aquel estercolero inmediato a la barraca, tesoro que fortalecia las entrañas de la tierra, vivificando su producción.

    Salió de madrugada, cuando por entre las moreras y los olivos marcábase el dia con resplandor de lejano incendio. En la espalda, sobre la burda camisa, bailoteaban al compás de la marcha el flotante rabo de su pañuelo anudado a las sienes y el capazo de esparto, que parecia una joroba. Aquel dia estrenaba ropa: unos pantalones de pana de su padre, que podian ir solos por todos los caminos de la provincia sin riesgo de perderse, y que, acortados por la tia Pascuala, se sostenian merced a un tirante cruzado a la bandolera.

    Corrió un poco al pasar por frente al cementerio de Valencia, por antojársele que a aquella hora podian salir los muertos a tomar el fresco, y cuando se vió lejos de la fúnebre plazoleta de palmeras, moderó su paso hasta ser éste un trotecillo menudo.

    ¡Pobre Nelet! Marchaba como un explorador de misterioso territorio hacia aquella ciudad que, bañada por los primeros rayos del sol, recortaba su roja cresteria de tejados y tones sobre un fondo de blanquecino azul.

    Dos o tres veces habia estado alli, pero amparado por su madre, agarrado a sus faldas, con gran miedo a perderse. Recordaba con espanto la ruidosa batahola del mercado y aquellos municipales de torvo ceño y cerdosos bigotes, terror de la gente menuda; pero, a pesar de los espantables peligros, seguia adelante, con la firmeza del que marcha a la muerte cumpliendo su deber.

    En la puerta de San Vicente se animó viendo caras amigas; fematers de categoria superior, dueños de una jaca vieja para cargar el estiércol y sin otra fatiga que tirar del ramal, gritando por las calles el famoso pregón: «Ama, ¿hiá fem?»

    Uno de ellos era vecino del muchacho, y hasta se susurraba si andaba enamorado de una de sus hermanas, aunque no hacia más que dos años que estaba pensando en declarar su pasión, circunstancias que no impidieron que con pocas palabras diese un susto a Nelet.

    De seguro que no llevaba licencia. ¿No sabia lo que era? Un papelote que habia que sacar, soltando dinero, allá en el Repeso. Sin ella habia que menear bien las piernas para huir de los municipales. Como le pillasen, flojas patás le iban a soltar. Conque..., ¡ojo, chiquet!

    Y fortalecido por tan consoladoras advertencias, el pobre chico entró en la ciudad, buscando los callejones más solitarios y tortuosos, mirando con codicia los humeantes rastros que dejaban los caballos sobre los adoquines, sin atreverse a meter en su espuerta tales riquezas por miedo de agacharse y sentir en el hombro la mano de un sayón con quepis.

    Aquello forzosamente habia de acabar mal.

    Se olvidó de todo en una plazoleta, viendo cómo jugaban al toro un grupo de pelones de largas blusas y grueso bolsón de libros, retardando el momento de entrar en la escuela; pero de improviso sonó el grito de ¡la ful!, anunciando la aparición de un municipal de los más feos, y todos se desbandaron al galope como tribu de salvajes sorprendida en lo mejor de sus misteriosos ritos.

    Nelet huyó despavorido, pensando que en la maldita ciudad no se ganaba para sustos; la giba de esparto sobre su espalda y atropellando en la desbocada carrera a una vieja que barria tranquilamente su portal.

    No era floja la paliza que le soltarian en casa al verle de vuelta con el capazo vacio, y esta consideración fué lo que le dió valor. Llegaban hasta él los gritos de los otros fematers en las inmediatas calles, agudos, insolentes, como cacareos de gallo, y timidamente, temblando de que alguien le oyese, murmuró, con voz que parecia el balido de un cordero: «Ama, ¿hiá fem?»

    Y asi recorrió un par de calles.

    -Entra chiquillo, entra.

    Era una buena mujer que le hacia señas, indicándole las barreduras que acababa de amontonar junto a una puerta. Pero ¡qué simpática resultaba aquella mujer! El regalo no era gran cosa: polvo, puntas de cigarro, mondaduras de patatas y hojas de col; el estiércol de una casa pobre. Nelet lo recogió todo con la satisfacción del aventurero que triunfa por primera vez, y siguió adelante, mirando los balcones, los pisos superiores, que él llamaba casas grandes, donde se comía bien, y en las covachas de la cocina habia para meter la mano y el codo.

    Pero, ¡rediel! (y se rascó la roja frente, llena de arañazos), estaba perdiendo el tiempo. Habia olvidado sus relaciones de la ciudad: la casa de Marieta, su hermana de leche, donde habia estado algunas veces con su madre.

    Y tras indecisiones y rodeos dió por fin con la calle sombria y solitaria, cerca de los Juzgados, y el caserón de húmedo patio, en cuyo piso principal vivia don Esteban el escribano.

    Aquella mañana era de desgracias.

    En el patio estaba la portera, una bruja que le recibió escoba en mano, faltando poco para que le saludase con dos hisopazos en la cara.

    Ella no quena marranos que le ensuciasen la escalera. Todos los inquilinos tenian su femater. ¡Largo, granuja! ¡Quién sabe si subiria con intención de robar algo!

    Y el tímido labradorcillo, retrocediendo ante la iracunda bruja, protestaba con voz débil, repitiendo siempre la misma excusa. Era el hijo de la tia Pascuala, a la que toda Paiporta conocia; el ama de Marieta, ¿no era bastante?

    Pero ni el nombre de la tia Pascuala ni del mismo Espiritu Santo ablandaba a la portera y a su fiera escoba, y Nelet, retrocediendo, se vió en la calle, y alli se quedó como un bobo frente a una pared vieja, arañando los sueltos yesones y espiando con el rabillo del ojo las evoluciones de la vieja. La vió sumirse en el cuchitril de la porteria, y cautelosamente entróse en el portal, lo cruzó sin ser visto y subió por la escalera de antiguos azulejos, tirando timidamente del borlón de estambre que colgaba ante la enorme y conventual puerta del primer piso.

    No fué poco lo que se rió la criada, bravia moza de las montañas de Teruel, al abrir la puerta y encontrarse con aquel monigote panzudo que abultaba menos que su capazo.

    ¿Qué buscaba? Alli, tenian quien se llevara el estiércol. Y Nelet, turbado por el buen humor de la churra, no sabia qué decir.

    Por de pronto se abrió para él el cielo. O, lo que es lo mismo, vió asomar por detrás de la falda de la criada una cara morena, prolongada y huesosa, con los rebeldes pelillos estirados cruelmente hacia el cogote, los ojos grandes y negros, animados por una chispa de eterna curiosidad, y el cuerpo zancudo y desgarbado por prematuro crecimiento.

    La niña lo reconoció en seguida; no en balde transcurren dos años durmiendo bajo el techo de la barraca y en la misma cama, y se pasan los dias junto a la acequia, tendidos sobre el vientre, con la cara teñida de zumo de zanahorias. Era Nelet, el hijo del ama.

    Le cogió la mano con cierto aire de muchacho, propio del desgarbo con que llevaba las faldas, y los dos se dirigieron a la cocina, seguidos por la sonriente churra, a quien le hacia gracia el aire timido y enfurruñado del chiquillo.

    2.

    Llegó a su barraca con la espuerta sin llenar; pero no pudo decir que le habia ido mal en su primera expedición.

    Aquella churra le quena de veras desde que supo que era nada menos que hermano de la señorita. Ella misma le llenó el capazo, vaciando todo el basurero de la cocina, sin importarle lo que pudiera murmurar el femater de la casa, un viejo que podia alegar los derechos adquiridos en once años. Nelet le desbancaba, y la buena muchacha, para afirmar su protección, le regaló media cazuela de guisado de la noche anterior y una montaña de mendrugos, que el chico iba tragándose con la calma de un rumiante, pensando que si duraba la buena racha iba a ponerse tan redondo y frescote como el cura de Paiporta.

    Pues ¿y Marieta? Le miraba comer con alegria, como si fuera ella misma la que saboreaba el guisado con hambre atrasada. Hasta quiso que le dieran vino, y apenas le veia hacer un descanso, pasaba revista a todos los de allá, preguntando cómo estaba el ama, si tenian muchos animales, si el padre aún iba por los caminos, si vivia el Negret, aquel perrillo seco, almacén de pulgas, que aullaba como un condenado apenas se acercaban a la barraca, y si la higuera, tan frondosa en verano, soltaba aquella lluvia de lagrimones negros y suaves que caian, ¡chap!, dulcemente en el suelo, despachurrando la miel y el perfume de sus entrañas rojas.

    Y después, tras el sustancioso atracón, llegó para Nelet el momento de los asombros, viendo la colección de muñecas, los vestidos, los sombreros, todos los regalos con que el escribano obsequiaba a su hija. Bien se conocia que ésta era única, que habia quedado sin madre casi al nacer y que el viejo don Esteban no tenia otro cariño a que dedicar los buenos cuartos que arañaba en el Juzgado.

    Seguia a su Marieta por toda la casa, admirando las magnificencias que la chiquilla le mostraba con mal cubierta satisfacción de amor propio. El salón le anonadó con sus sillerias del primer tercio de siglo y sus adornos, que evocaban el recuerdo de las almonedas judiciales; pero su admiración trocóse en espanto ante una puerta entornada. Alli dentro trabajaban el papá con sus dos dependientes, y se oia su voz campanuda: «Providencia que dicta el señorjuez...», etc.

    ¡Cristo! Aquello asustaba a Nelet más que los municipales, y emprendió la vuelta hacia la cocina.

    En fin: que su primera visita le hizo experimentar la satisfacción del que se halla establecido y cuenta con clientela.

    Entraba por las mañanas en la ciudad, tomando al paso lo que buenamente encontraba, en las calles, y recto a aquel caserón, donde se colaba como si fuese un inquilino.

    La bruja de la porteria se guardaba ahora su escoba, y hasta le protegia, recomendándolo a las criadas de los otros pisos, y en el principal tenia a la churra, que siempre encontraba en los rincones de la despensa algo sobrante, que antes era para los gatos y ahora se tragaba Nelet.

    ¡Qué mañanas aquellas! Llegaba cuando la casa estaba en el revoltijo del despertar.

    Los escribientes, en el despacho, se frotaban las manos, preparándose a agarrar las plumas y ensuciar papel de oficio; la churra, por allá dentro, levantaba camas, dando furiosas bofetadas a los colchones, y Marieta, de trapillo, con la cabeza espeluznada y una faldilla a media pierna, arañaba los pasillos con la escoba para dar gusto al papá, que quena una chica «muy mujer de su casa».

    Y en el comedor encontraba a don Esteban, el terrible escribano, imagen para Nelet de la Justicia, que puede pegar y meter en la cárcel, sentado ante el humeante chocolate, con las gafas caladas para leer el periódico y murmurando automáticamente al entrar el muchacho:

    - ¡ Hola, chiquillo! ¿Cómo está la tia Pascuala?

    Pero el terrible pasmarote no tardaba en aislarse en su despacho para preparar lo que luego habia de decir al señor juez sobre el papel sellado, y la casa parecia alegrarse con tal desaparición.

    Sonaban risas en aquel ambiente denso de habitaciones cerradas, donde flotaba aún el calor del sueño y el polvo levantado por la limpieza. Los gatos que jugueteaban en la cocina con la espuerta del femater, mientras éste se sentia feliz ayudando a la churra con su buena voluntad de bruto de carga o charlando con Marieta de cosas tan interesantes como eran las últimas y veridicas noticias de cuanto ocurrió en Paiporta y sus alrededores.

    ¡Oh! A aquella chica le tiraba aún la miserable barraca y los terruños sobre los cuales se habia dado cuenta por primera vez de que existia. Hablaba de la tia Pascuala con más entusiasmo que de su madre, a la que sólo habia visto en el oscuro retrato que estaba en el salón, figura melancólica que parecia presentir ante el pintor la llegada de la maternidad del brazo de la muerte.

    ¡Qué bien se estaba en la barraca! Ya habia transcurrido tiempo, pero ella recordaba, con la vaguedad de comprensión de los primeros años, aquellas noches pasadas en el estudi, hundida en los mullidos colchones de hoja de maiz que cantaban al menor movimiento, defendida por el poderoso anillo de músculos que formaban los brazos de la nodriza, durmiéndose al calor de las voluminosas ubres, siempre repletas y firmes; después, el alegre despertar, cuando el sol se filtraba por las rendijas del ventanillo, y piaban los gorriones en el techo de paja de la barraca, contestando a los cacareos y gruñidos de los habitantes del corral; el fuerte perfume del trigo, las frescas emanaciones de la hierba y las hortalizas difundiéndose por el interior de la blanqueada vivienda, olores confundidos y arrollados por el vientecillo que, pasando por las filas de moreras y a través de la higuera, parecia hacer cantar a las temblonas hojas; y la vida bohemia, alegre y descuidada en los campos inmediatos, que recorria con sus vacilante piernas de dos años, sin atreverse a llegar a la revuelta del camino, lleno de barriles y cruzado por los profundos surcos de las ruedas, pues su imaginación naciente habia inventado que alli forzosamente debia de terminar el mundo.

    ¿Y cuando el pare llegaba de uno de aquellos largos viajes de carretero, y al oir los cascabeles de los machos y el chirrido de las ruedas salian todos al camino a recibirle con cruces de caña, como si fuera una procesión de las de Paiporta? ¿Y cuando a la orilla de la acequia, casi seca, se coronaban de dompedros, colgaban de su cintura largas hojas de caña, y con el verde faldellin paseábanse gravemente, imitando el paso de puntas de aquellas virgenes y heroinas que salian en las cabalgatas del pueblo? ¿Y la vez que se pegaron por un higo? ¿Y cuando, hartos de zanahorias, teñianse la cara de morado y se revolcaban por la rojiza tierra hasta parecer indios bravos, dejando como guiñapos las finas y bordadas ropas que enviaba el escribano?

    ¡Ah Nelet! ¡Qué malo era entonces!

    Y la muchacha miraba por los balcones la estrecha calle, en la que vergonzosamente entraba un rayo de sol y en su vaga mirada de pájaro enjaulado leiase el deseo de volar lejos, muy lejos, a aquellos campos donde la esperaban la vida libre y la adoración de toda una familia de infelices, que la veneraban como procedente de una raza superior.

    Pero el papá se oponia a que volviese a la barraca ni un solo dia. Lo habia dicho terminantemente: cada cosa a su tiempo, y ahora nada bueno podia aprender entre aquellos brutos.

    Esta tenaz negativa recordaba a Nelet el momento en que se llevaron a la chica a Valencia, en que la robaron, si, señor, engañándola, diciendo que sólo era para unos dias y no tardaria en volver, mientras la pobrecita lloraba, él coma como un perrillo detrás de la tartana, pidiendo con lamentos al cruel escribano que no le quitase a su Marieta.

    ¡Rediel! Si fuese ahora, que era ya casi un hombre y le plantaba una pedrada al más guapo...

    Y en esto sonaban las diez, salian los escribientes con sus badanas repletas de autos camino del Juzgado, y el principal, al ver al femater, torcia el ceño.

    -Pero ¿aún estás ahi? Tú acabarás mal; eres un vago. A la obligación, chiquillo.

    Y el pequeño David, a pesar de aquellas pedradas certeras que le enorgullecian, temblaba ante el gigante con el terror que inspira al infeliz el hombre de Justicia, y, recogiendo su espuerta, salia cabizbajo, avergonzado, sin atreverse a mirar a Marieta. .., y hasta el dia siguiente.

    Algunas veces, el recuerdo de la idilica existencia al aire libre perdia su encanto, y era Nelet quien envidiaba en la persona de su hermana todas las comodidades y esplendores de la vida de la ciudad.

    ¡Qué lujos! Los vestidillos de seda y terciopelo, los sombreros, que parecian islas de flores; todos los regalos de papá, que Marieta enseñaba con malsana coqueteria, aturdian a Nelet, y como para él no habia gradaciones sociales, como el mundo estaba dividido en gente de campo y señorio, la hija del escribano aparecia a sus ojos igual o superior a aquellas otras que habia visto algunas veces en los carruajes de lujo.

    Marieta lo dominaba, le hacia pasar embobado las mañanas en aquella casa, obedeciéndola servilmente, como allá, en la barraca, cuando era una chicuela llorona y rabiosilla.

    Y transcurrió el tiempo, estrechándose cada vez más entre los dos hermanos aquel lazo de cariño creado en los albores de su vida por la existencia casi silvestre.

    Nelet se hacia hombre. A los quince años era ya una vergüenza que entrase por las mañanas en la ciudad con su espuerta, como un chiquillo. Trabajaba los campos en arriendo, mientras el padre andaba por los caminos, y para recoger basura en Valencia contaba con el auxilio de un jaco viejo, que el carretero habia traspasado a su hijo como desecho.

    El pobre animal, cabizbajo como un misántropo, con el flaco lomo martirizado por los serones llenos, pasaba las horas frente a la casa del escribano, mirando con sus ojos vidriosos y empañados a la vieja portera, que hacia media, mientras su joven amo andaba por arriba regañando amistosamente con la churra o siguiendo como un siervo a la señorita.

    Era ya todo un hombre, cortés y rumboso con las personas de su aprecio. Bien le pagaba a la criada los antiguos guisotes trasnochados. Nunca llegaba con las manos vacias, y del serón salian camino del primer piso el par de melones verdes correosos, los pimientos inflamados y brillantes, las frescas lechugas, con sus ocultos cogollos de ondulado marfil, o las coles vistosas como flores de rizada blonda, dones que arrancaba directamente de sus terruños, y que, al faltar en éstos, robaba tranquilamente en los campos del camino, con la impudencia del chiquillo de huerta, acostumbrado desde que andaba a gatas a atracarse de uvas y digerirlas ayudado por los pescozones de los guardas.

    Y satisfecho con el agradecimiento de que le mostraba la criada por sus obsequios, viendo siempre en Marieta a la rapazuela que en otros tiempos jugaba con él y le arañaba al más leve motivo, apenas si llegó a fijarse en la súbita transformación que iba operándose en la muchacha.

    Redondeábase su cuerpo, aclarábase su tez, en extremo morena:

    las agudas claviculas y la tirantez del cuello iban dulcificándose bajo la almohadilla de carne suave y fresca que parecia acolchar su cuerpo; las zancudas piernas, al engruesarse, ponianse en relación con el busto. Y como si hasta a la ropa se comunicase el milagro, las faldas parecian crecer un dedo cada dia, como avergonzadas de que estuvieron por más tiempo al descubierto aquellas medias que amenazaban estallar con la expansión de la robustez juvenil.

    Marieta no iba a ser una beldad; pero tenia la frescura de la juventud, vigor saludable y unos ojazos valencianos, negros, rasgados y con ese misterioso fulgor que revela el despertar del sexo.

    Y como si la niña adivinase la proximidad de algo grave y decisivo que la privaria en adelante de tratar a su hermano como si aún anduviese por los campos, hablaba a Nelet con seriedad, evitando los juegos de manos, las intimidades propias de su infancia sin malicia ni preocupaciones.

    En fin: que un dia, al entrar Nelet en la casa, quedóse asombrado, como si un fantasma le hubiese abierto la puerta.

    Aquella no era Marieta: se la habian cambiado.

    Era una muñeca con el pelo arrollado y puntiagudo sobre la nuca, conforme a la moda, y una horrible falda larga que la cubria los pies.

    Parecia muy complacida de verse mujer, de haberse librado de la trenza suelta y la pierna al aire, signos de insignificancia infantil; pero a él le faltó poco para llorar, para protestar a gritos, como en aquella tarde que coma tras la tartana suplicando al feroz escribano que no le quitase a la chiquita. Por segunda vez le arrebataban a su Marieta.

    Y después, ¡ horror da recordarlo!, aquella churra despiadada parecia complacerse en su dolor, haciéndole terribles advertencias.

    El señor se lo habia dicho y ella lo repetia por encontrarlo muy justo y para evitarse reprimendas. Cada cual debia ponerse en su lugar. En adelante, nada de tuteos ni de Marietas, y mucho de señorita Maria, que era el nombre de la única dueña de la casa. ¿Qué dirian las amiguitas al ver a un femater tratando tú por tú a la señorita? Conque ya lo sabia: el hermanazgo habia terminado.

    Y a Nelet, la silenciosa naturalidad con que Marieta, digo mal, la señorita Maria, escuchaba todo aquel cúmulo de absurdas recomendaciones, dolíale más que las palabras de la churra.

    Todo lo dicho -continuaba ésta- no era ni remotamente que se pretendiera cerrar al chico las puertas.

    Ya sabia que lo consideraban como de casa y que toda la cocina era para él. Pero cada cual en su sitio, ¿estamos?

    No olvidando esto, podia volver cuando quisiera.

    3.

    Y volvió, ¡rediel! ¿Pues no habia de volver?

    Ir a Valencia y no entrar en aquel caserón cerca de los Juzgados era un hecho que, por lo absurdo, no habia pensado nunca que pudiera ocurrir.

    Y alli iba todas las mañanas, a sufrir, reconociéndose cada vez más distanciado de aquella a quien tenia que llamar la señorita.

    ¿Dónde estaba ya aquel afán por hablar de las cosas de la barraca?

    Entraba Nelet en la casa con la confianza de siempre, pero notando en torno de él un ambiente de frialdad e indiferencia. Era el femater, y nada más.

    Algunas veces intentó resucitar en Maria el entusiasmo por la pasada vida, hablándole del ama y de su familia, que tanto la amaban; de aquella barraca en la que todos pensaban en ella; pero la joven oíale con cierto malestar, como si le causara repugnancia la rusticidad de los de allá.

    ¡Ah pobre Nelet! Decididamente le habian cambiado su Marieta. En aquella adorable muñeca no habia nada que vibrase al recuerdo del pasado. Parecia que en su cabeza, al cubrirse con el peinado de mujer, se habian desvanecido todos los sueños de poesia campestre.

    Tenia el pobre muchacho que contentarse sosteniendo largas conversaciones con la churra, en aquella cocina a la que llegaba el tecleo monótono de la señorita, que estudiaba sus lecciones en el piano del salón. Aquellas escalas, incoherentes y pesadas, se le metian en el alma, conmoviéndole más que las melodias del órgano de la iglesia de Paiporta.

    Y, para colmo de sus penas, la criada no sabia hablar más que de don Aureliano, un personaje que preocupaba a Nelet y al que acabó por conocer deteniéndose un dia en la puerta del despacho del escribano.

    Era un jovencillo pálido, rubio, enclenque, con lentes de oro y ademanes nerviosos; un abogado recién salido de la Universidad, que se preparaba con la práctica para ser habilitado de don Esteban, ansiosos de descanso, y que, al fin, acabaria por hacerse dueño del despacho.

    ¡Y que parase ahi ! Esto no lo decia el pobre femater, pero lo pensaba con la confusión propia de su caletre. Aquel barbilindo, que tenia cinco o seis años más que él, era una espina que llevaba clavada en el corazón.

    Deseoso de reconquistar el afecto de la señorita, Nelet multiplicaba sus obsequios con tanta rudeza como buena voluntad.

    El jamelgo llegaba muchas veces a Valencia con los serones llenos de frutas o frescas hortalizas; los campos del camino temblaban al verle venir, temiendo su loca rapiña, su inmoderado afán de obsequiar, sin acordarse que hay dueños en el mundo y guardas que pueden pegar una paliza; pero tanto sacrificio no merecia más que alguna automática sonrisa o un «¡gracias!», como se da a cualquiera, y los regalos iban a la cocina, sin alcanzar otros elogios que los de la churra.

    En cambio, sobre la mesa del comedor, o en el salón, sobre el piano, todas las mañanas veia el pobre Nelet ramos de flores frescas recién traidas del mercado, que Maria aspiraba con pasión de mujer que despierta, como, si en vez de perfume de jardines, aspirase otro que llegaba más directamente a su corazón.

    Eran regalos del tal don Aureliano, de aquel danzarin, para quien resultaba ya estrecho el despacho, y con la pluma tras la oreja y fingiendo mil pretextos, se metia hasta en la cocina sólo por ver un instante a Maria y cruzar una sonrisa.

    ¡Y cómo se coloreaba el semblante de ella..., Cristo!

    Toda la sangre moruna que el huertano tenia en su atezado cuerpo inflamábase ante aquel don Aureliano, que era casi de su edad y del que no le separaba más que su categoria de señorito.

    Nelet, a los dieciséis años, comprendia ya el motivo de que los hombres se cieguen y vayan a presidio.

    Lo único que le detenia era la certeza de que don Esteban, el terrible ogro, apreciaba a aquel pisaverde y le irritaria cuanto hiciese en su daño.

    Además, se consolaba con la esperanza de que todas sus rabietas carecian de fundamento. Nada de extraño tenia que el abogadillo buscase a Marieta. ¡Era tan bonita y tan buena! Pero de seguro que ella no le hacia gran caso; Nelet tenia la certeza de esto y también de que la frialdad de su antigua hermana no pasaba de ser una mala racha, un caprichito como los que tenia de niña allá en la barraca, donde tanto le martirizaba con su mal genio.

    ¡Pues no faltaba más que ella resultase una ingrata con tanto como la amaban allá, en Paiporta, y él sobre todos!

    Una mañana entró en la casa encontrando la puerta abierta. La churra no estaba en la cocina. En el despacho leia don Esteban con la nariz casi pegada a unos autos, y en el salón sonaba el monótono tecleo, formando escalas cada vez más perezosas y desmayadas.

    Entró con su paso cauteloso de morisco, que aún hacian más imperceptibles las ligeras alpargatas, y al reflejarse su figura en un espejo como silenciosa aparición. Maria dió un grito de sorpresa y de miedo.

    Alli estaba el maldito abogadillo de los lentes de oro, casi doblado sobre el piano, al lado de Maria, como si fuese a volver una hoja del cuaderno que ocupaba el atril, pero con la cabeza tan junta a la de la joven que parecia querer devorarla.

    ¡ Rediel! ... ¿Para cuándo eran las bofetadas?

    Y lo peor fué que Maria, aquella Marieta que un año antes le trataba a cachetes como traviesa y cariñosa hermana, aquella a la que nunca quiso comparar con su madre, temiendo que ésta resultase menos querida, lo miró fijamente en un relampagueo de odio y se puso en pie con el ademán de una señora bien segura de la sumisión de su siervo.

    ¿Qué buscaba alli? En la cocina tenia a la criada. ¿No podia estudiar tranquila un rato?

    Nunca pudo recordar Nelet cómo salió del salón. Debió de retroceder cabizbajo y vacilante, como una bestia herida. Le zumbaban los oidos, su cara quemaba, y pensando en aquel otro que se quedaba tranquilo y satisfecho junto al piano, repetiase mentalmente: «¡Dios mio, qué vergüenza!»

    Estaba inmóvil en mitad del corredor que conducía al salón, con el rostro en la pared, como si quisiera incrustarlo en ella, cegar para siempre, y aun así, todavía recibió el último latigazo, oyendo la vocecilla del de los lentes de oro.

    -¡Moscón más pesado! Ese muchacho parece que me odie, que nos persiga como si sintiera celos.

    -¡Qué idea! Es el hijo de mi nodriza: un infeliz, un bruto..., pero con buen corazón.

    Y, tras breve pausa, sonaron, amortiguados por los cortinajes, dos chasquidos leves y misteriosos, que los sintió Nelet como un par de puñaladas. Tal vez era el piano que crujía o la hoja del cuaderno que se doblaba; pero el pobre muchacho, después de un instintivo impulso de correr hacia el salón con los puños cenados, huyó, dejando el capazo en la cocina como tarjeta de visita, y ya en la calle arreó su jaco, con los serones vacíos, que salió trotando camino de la barraca.

    Por tercera vez le robaban su Marieta: ya era bastante.

    Ahora sólo tendría cariño para su madre; para aquellos terruños que apenas arañados correspondían a su caricia, cubriéndose con manto verde tercioplelo y regalándole el pan.

    No volvió más a Valencia. Odiaba a la ciudad porque ella estaba allí.

    Y como los fematers no pagan contribución directa, nadie se enteró de que en el gremio había una baja.


    FIN




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