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Vicente Blasco Ibáñez
Noche de bodas
I
Fué aquel jueves, para Benimaclet, un verdadero día de fiesta.
No se tiene con frecuencia la satisfacción de que un hijo del pueblo, un arrapiezo, al que se ha visto corretear por las calles descalzo y con la cara sucia, se convierta, tras años y estudios, en todo un señor cura: por esto, pocos fueron los que dejaron de asistir a la primera misa que cantaba Visantet, digo mal, don Vicente, el hijo de la siñá Pascuala y el tio Nelo, conocido por el Bollo.
Desde la plaza, inundada por el tibio sol de primavera, en cuya atmósfera luminosa moscas y abejorros trazaban sus complicadas contradanzas brillando como chispas de oro, la puerta de la iglesia, enorme boca por la que escapaba el vaho de la multitud, parecia un trozo de negro cielo, en el que se destacaban como simétricas constelaciones los puntos luminosos de los cirios.
¡Qué derroche de cera! Bien se conocia que era la madrina aquella señora de Valencia, de la que los Bollos eran arrendatarios, la cual habia costeado la carrera del chico.
En toda la iglesia no quedaba capillita ni hueco donde no ardiesen cirios; las arañas, cargadas de velas, centelleaban con irisados reflejos, y al humo de la cera uniase el perfume de las flores, que formaban macizos sobre la mesa del altar, festoneaban las comisas y pendian de las lámparas en apretados manojos.
Era antigua la amistad entre la familia de los Bollos y la siñá Tona y su hija, famosas floristas que tenian su puesto en el mercado de Valencia, y nada más natural que las dos mujeres hubiesen pasado a cuchillo su huerto, matando la venta de una semana para celebrar dignamente la primera misa del hijo de la siñá Pascuala.
Parecia que todas las flores de la vega habian huido para refugiarse alli, empujándose medrosicas hacia la bóveda. El Sacramento asomaba entre dos enormes pirámides de rosas, y los santos y ángeles del altar mayor aparecian hundidos hacia el dorado vientre en aquella nube de pétalos y hojas que, a la luz de los cirios, mostraban todas las notas de color, desde el verde esmeralda y el rojo sanguineo hasta el suave tono del nácar.
Aquella muchedumbre, que, estrujándose, olia a lana burda y sudor de salud, sentiase en la iglesia mejor que otras veces, y encontraba cortas las dos horas de ceremonia.
Acostumbrados los más de ellos a recoger como oro los nauseabundos residuos de la ciudad, a revolver a cada instante en sus campos los estercoleros, en los cuales estaba la cosecha futura, su olfato estremeciase con intensa voluptuosidad, halagado por las frescas emanaciones de las rosas y los claveles, los nardos y las azucenas, a las que se unia el oriental perfume del incienso. Sus ojos turbábanse con el incesante centelleo de aquel millar de estrellas rojas, y les causaba extraña embriaguez el dulce lamento de los violines, la grave melopea de los contrabajos, y aquellas voces que desde el coro, con acento teatral, cantaban en un idioma desconocido, todo para mayor gloria del Bollo.
La muchedumbre estaba satisfecha. Miraba la deslumbrante iglesia como un palacio encantado que fuese suyo. Asi, entre músicas, flores e incienso, debia estarse en el cielo, aunque un poco más anchos y sudando menos.
Todos se hallaban en la casa de Dios por derecho propio. Aquel que estaba alli arriba, sobre las gradas del altar, cubierto de doradas vestiduras, moviéndose con solemnidad entre azuladas nubecillas, y a quien el predicador dedicaba sus más tonantes periodos, era uno de los suyos, uno más que se libraba del rudo combate con la tierra para hacer concebir incesantemente a sus cansadas entrañas.
Los más le habian tirado de la oreja, por ser mayores; otros habian jugado con él a las chapas, y todos le habian visto ir a Valencia a recoger estiércol con el capazo a la espalda, o arañar con la azada esos pequeños campos de nuestra vega que dan el sustento a toda una familia.
Por esto su gloria era la de todos; no habia quien no creyese tener su parte en aquel encumbramiento, y las miradas estaban fijas en el altar, en aquel mocetón fornido, moreno, lustroso, resto viviente de la invasión sarracena, que asomaba por entre niveos encajes sus manazas nervudas y vellosas, más acostumbradas a manejar la azada que a tocar con delicadeza los servicios del altar.
También él, en ciertos momentos, paseaba su mirada, con expresión de ternura, por aquel apiñado concurso. Sentado en sillón de terciopelo, entre sus dos diáconos, viejos sacerdotes que le habian visto nacer, oia conmovido la voz atronadora del predicador ensalzando la importancia del sacerdote cristiano y elogiando el nuevo combatiente de la fe, que con aquel acto entraba a formar parte de la milicia de la Iglesia.
Si; era él: aquel dia se emancipaba de la esclavitud del terruño, entraba en este mundo poderoso que no repara en origenes; escala accesible a todos, que se remonta desde el misero cura, hijo de mendigos, al vicario de Dios; tenia ante su vista un porvenir inmenso, y todo lo debia a sus protectores, a aquella buena señora, obesa y sudorosa, bajo la mantilla de blonda y el negro traje de terciopelo, y a su hijo, al que el celebrante, por la costumbre de humilde arrendatario, habia de llamar siempre el señorito.
Los peldaños del altar mayor, que lo elevaban algunos palmos sobre la muchedumbre, percibialos él en su futura vida, como privilegio moral que habia de realzarle sobre todos cuantos le conocieron en su humilde origen. Los más generosos sentimientos le dominaban. Seria humilde, aprovecharia su elevación para el bien, y envolvia en una mirada de inmenso cariño a todas las caras conocidas que estaban abajo, veladas por el intenso vaho de la fiesta; su madrina, el tio Bollo y la siñá Pascuala, que gimoteaban como unos niños con la nariz entre las manos, y aquella Toneta, la florista, su compañera de infancia, excelente muchacha que erguia con asombro la soberbia cabeza de beldad rifeña, como si no pudiera acostumbrarse a la idea de que Visantet, aquel mozo al que trataba como un hermano, se habia convertido en grave sacerdote con derecho a conocer sus pecadillos y a absolverla.
Continuaba la ceremonia. El nuevo cura, agitado por la emoción, por la felicidad y por aquel ambiente cargado de asfixiantes perfumes, seguia la celebración de la misa como un autómata, guiado muchas veces por sus compañeros, sintiendo que las piernas le flaqueaban, que vacilaba su robusto cuerpo de atleta, y sostenido únicamente por el temor de que la debilidad le hiciera incurrir en algún sacrilegio.
Como si se moviera en las nieblas de un sueño, realizó todas las partes que quedaban del misterio de la misa: con insensibilidad que le asombraba, verificó aquella consumación en que tantas veces habia pensado emocionado, y después del tedéum, cayó desvanecido en la poltrona, cerrados los ojos, y sintiéndose sofocado por aquella antigua casulla codiciada por los anticuarios, orgullo de la parroquia, y que tantas veces habia mirado él, siendo seminarista, como el colmo de sus ambiciones.
Un penetrante perfume de rosa y almizcle, el mido de agua agitada, le volvieron a la realidad.
La madrina le lavaba y perfumaba las manos para la recepción final, y toda la compacta masa abalanzábase al altar mayor queriendo ver de cerca al nuevo cura.
La vida de superioridad y respetos comenzaba para él. La señora, a la que habia servido tantas veces, besábale las manos con devoción y le llamaba don Vicente, deseándole muchas felicidades después de sus misticas bodas con la Iglesia.
El nuevo cura, a pesar de su estado, no pudo reprimir un sentimiento de orgullo y cerró los ojos, como si le desvaneciera el primer homenaje.
Algo áspero y burdo oprimió sus manos. Eran las pobres zarpas del tio Bollo, cubiertas de escamas por el trabajo y la vejez. El cura vió inundadas en lágrimas, contraidas por conmovedoras muecas, las cabezas arrugadas y cocidas al sol de sus pobres padres, que le contemplaban con la expresión del escultor devoto que, terminada la obra se prosterna ante ella creyéndola de origen superior.
Lloraba la gente contemplando el apretado grupo en que se confundian la dorada casulla con las negras ropas de los viejos, y las tres cabezas unidas agitábanse con rumor de besos y estertor de gemidos.
El impulso de la curiosa muchedumbre rompió el grupo conmovedor, y el cura quedó separado de los suyos, entregado por completo al público que se empujaba por alcanzar las sagradas manos.
Aquello resultaba interminable. Benimaclet entero rozaba con besos sonoros como latigazos aquellas manos velludas, llevándose en los labios agrietados por el sol y el aire una parte de los perfumes.
Ahora si que, agobiado por la presión de aquella multitud que se apretaba contra la poltrona, falto de ambiente y de reposo, iba a desmayarse de veras el nuevo cura.
Y en la asfixiante batahola, cuando ya se nublaba su vista y echaba atrás la cabeza, recibió en su diestra una sensación de frescura, difundiéndose por el torrente de su sangre.
Eran los rojos labios de la buena hermana, de Toneta, que rozaban su epidermis, mientras que sus negros ojos se clavaban en él con forzada gravedad, como si tras ellos culebrease la carcajada inocente de la compañera de juegos protestando contra tanta ceremonia.
Junto a ella, arrogante y bien plantado como un Alcides, con la manta terciada y la rápida testa erguida con fiereza, estaba otro compañero de la niñez, Chimo el Moreno, el gañán más bueno y más bruto de todo Benimaclet, protegiendo a la arrodillada muchacha con la gallardia celosa de un sultán y mirando en torno con sus ojillos marroquies que parecian decir: ¡A ver quién es el guapo que se atreve a empujarla!»
II
La comida dió que hablar en el pueblo.
Seis onzas, según cálculo de las más curiosas comadres, debió de gastarse la buena doña Ramona para solemnizar la primera misa del hijo de sus arrendatarios.
Era una satisfacción ver en la casa más grande del pueblo aquella mesa interminable cubierta de cuanto Dios cria de bueno en el mundo, fuera del bacalao y las sardinas, y contemplar en torno de ella una concurrencia tan distinguida. Aquello era todo un suceso, y la prueba estaba en que al dia siguiente saldria en letras de molde en los papeles de Valencia.
En la cabecera estaban el nuevo sacerdote, casi oprimido por las blanduras exuberantes de los otros curas que habian tomado parte en la ceremonia, los padrinos y aquel par de viejecillos que, llorando sobre sus cucharas, se tragaban el arroz amasado con lágrimas. En los lados de la mesa, algunos señores de la ciudad, convidados por doña Ramona y los amigos de la familia, junto con lo más «distinguido» del pueblo, labradores acomodados que, enardecidos por la digestión del vino y la paella, hablaban del rey legitimo y que está en Valencia y de lo perseguida que en estos tiempos de liberalismo se ve la religión.
Era aquello un banquete de bodas. Corna el vino, se alegraba la gente y sonreia la madrina con las bromas trasnochadas de sus compañeros de mesa, aquellas tres moles que desbordaban su temblona grasa por el alzacuello desabrochado y el roce de cuyas sotanas hacia enrojecer de satisfacción a la bendita señora.
El único que mostraba seriedad era el nuevo cura. No estaba triste: su gravedad era producto del ensimismamiento. Su imaginación huia desbocada por el pasado, recorriendo casi instantáneamente la vida anterior.
La vista de todos los suyos, su elevación en aquel mismo lugar, donde habia sufrido hambre; aquel aparatoso banquete, le hacian recordar la época en que la conquista del mendrugo mohoso le obligaba a recorrer los caminos, capazo a la espalda, siguiendo a los carros para arrojarse ávidamente como si fuese oro, sobre el reguero humeante que dejaban las bestias.
Aquella habia sido su peor época, cuando tenia que gemir y alborotar horas enteras para que la pobre madre se decidiera a engañarle el hambre, nunca satisfecha, con un pedazo de pan guardado con misera previsión.
La presencia de Toneta, aquel moreno y gracioso rostro que se destacaba al extremo de la mesa, evocaba en el cura recuerdos más gratos.
Veiase pequeño y haraposo en el huerto de la siñá Tona, aquel hermoso campo cercado de encañizadas, en el que se cultivaban las flores como si fuesen legumbres. Recordaba a Toneta, greñuda, tostada, traviesa como un chico, haciéndola sufrir con sus juegos, que eran verdaderas diabluras, y después el rápido crecimiento y el cambio de suerte; ella a Valencia todos los dias, con sus cestos de flores; y él al Seminario, protegido por doña Ramona, que en vista de su afición a la lectura y de cierta viveza de ingenio, quena hacer un sacerdote de aquel retoño de la miseria rural.
Luego venian los dias mejores, cuyo recuerdo parecia perfumar dulcemente todo su pasado.
¡Cómo amaba él a aquella buena hermana que tantas veces le habia fortalecido en los momentos de desaliento!
En pleno invierno salia de su barraca casi al amanecer camino del Seminario.
Pendiente de su diestra, en grasiento saquillo, lo que entre clase y clase habia de devorar en las alamedas de Serranos; medio pan moreno con algo más que, sin nutrirle, engañaba su hambre; y cruzado sobre el pecho, a guisa de bandolera, el enorme pañuelo de hierbas envolviendo los textos latinos y teológicos que bailoteaban a su espalda como movible joroba. Asi equipado pasaba por frente al huerto de la siñá Tona, aquella pequeña alqueria blanca con las ventanas azules, siempre en el mismo momento que se abria su puerta para dar paso a Toneta, fresca, recién levantada, con el peinado aceitoso y llevando con garbo las dos enormes cestas en que yacian revueltas las flores mezclando la humedad de sus pétalos.
Y juntos los dos, por atajos que ellos conocian, marchaban hacia Valencia, que, por encima del follaje de la alameda, marcaba en las brumas del amanecer sus esbeltas torres, su Miguelete rojizo, cuya cima parecia encenderse antes que llegasen a la tierra los primeros rayos del sol.
¡Qué hermosas mañanas! El cura, cerrando los ojos, veia las oscuras acequias con sus rumorosos cañaverales; los campos con sus hortalizas que parecian sudar cubiertas de titilante rocio; las sendas orladas de brozas con sus timidas ranas, que, al ruido de pasos, arrojábanse con nervioso salto en los verdosos charcos; aquel horizonte que por la parte de mar se incendiaba al contacto de enorme hostia de fuego; los caminos desde los cuales se esparcia por toda la huerta chirrido de ruedas y relinchos de bestias; los fresales que se poblaban de seres agachados, que a cada movimiento hacian brillar en el espacio el culebreo de las aceradas herramientas, y los rosarios de mujeres que con cestas a la cabeza iban al mercado de la ciudad saludando con sonriente y maternal ¡bon dia! a la linda pareja que formaban la florista garbosa y avispada y aquel muchachote que con su excesivo crecimiento parecia escaparse por pies y manos del trajecillo negro y angosto que iba tomando un sacristanesco color de ala de mosca.
El matinal viaje era un baño diario de fortaleza para el pobre seminarista que, oyendo los buenos consejos de Toneta, tenia ánimos para sufrir las largas clases; aquella inercia contra la que se rebelaba su robustez, su sangre hirviente de hijo del campo y las pesadas explicaciones, en cuyo laberinto penetraba a cabezadas.
Separábanse en el puente del Real: ella, hacia el mercado en busca de su madre; él, a conquistar poco a poco el dominio de las ciencias eclesiásticas, en las cuales tenia la certeza de que jamás llegaria a ser un prodigio. Y apenas terminaba su comida en las alamedas de Serranos, en cualquier banco compartido con las familias de los albañiles, que hundian sus cucharas en la humeante cazuela de mediodia, Visantet, insensiblemente, se entraba en la ciudad, no parando hasta el mercadillo de las flores, donde encontraba a Toneta atando los últimos ramos y a su madre ocupada en recontar la calderilla del dia.
Tras estos agradables recuerdos, que constituian toda su juventud, venia la separación lenta que la edad y la divergencia de aspiraciones habian efectuado entre los dos. No en balde crecian en años y no impunemente sometia él al estudio su inteligencia virgen y pasiva.
En la última parte de su carrera comenzó a sentir con vehemencia el fervor profesional. Entusiasmábase pensando que iba a formar parte de una institución extendida por toda la Tierra, que tiene en su poder las llaves del cielo y de las conciencias; le enardecian las glorias de la Iglesia, las luchas de los Papas con los reyes en el pasado y la influencia del sacerdote sobre el magnate en el presente. No era ambicioso, no pensaba ir más allá de un modesto curato de misa y olla; pero le satisfacia que el hijo de unos miserables perteneciese con el tiempo a una clase tan poderosa, y mecido por tales ilusiones, se entregó de lleno a la vocación que iba a sacarle del subsuelo social.
Cuando no estaba en Valencia en el Seminario, prestaba en Beni-maclet funciones de sacristán, y llegó a ser hombre sin sentir apenas el despertar de la virilidad en su vigorosa complexión.
Su voluntad de campesino tozudo anulaba las exigencias de su sexo, que le causaban horror, teniéndole como tentaciones del Malo. La mujer era para él un mal, necesario e imprescindible para el sostenimiento del mundo: «la bestia impúdica» de que hablaban los santos padres.
La belleza era amenazante monstruosidad; temblaba ante ella poseido de repugnancia y sordo malestar, y sólo se sentia tranquilo y confiado en presencia de aquella beldad que, pisando la luna, yergue su cabeza en los altares con arrobadora dulzura. Su contemplación provocaba en el seminarista explosiones de indefinible cariño, y también participaba de éste aquella otra criatura terrenal y grosera a la que él consideraba como hermana.
No era sacrilegio ni mundana pasión, Toneta resultaba para él una hermana, una amiga, un afecto espiritual que le acompañaba desde su infancia; todo, menos una mujer. Y tal era su ilusión, que en aquel momento, entre la algazara del banquete, entornando los ojos, le parecia que se transformaba, que su rostro vulgar y moreno dulcificábase con expresión celestial, que se elevaba de su asiento, que su falda rameada y su pañuelo de pájaros y flores, convertiase en cerúleo manto, lo mismo que en la otra, cuya belleza se ensalza con los más dulces nombres que ha producido idioma alguno...
Pero sintió a sus espaldas algo que le hizo despertar de la dulce somnolencia.
Era la siñá Tona, la madre de la florista, que, abandonando su asiento, venia a hablar con el cura.
La buena mujer no podia conformarse con el nuevo estado del hijo de su amiga. Como buena cristiana, sabia el respeto que se debe a un representante de Dios; pero que la perdonasen, pues para ella Visantet siempre seria Visantet, nunca don Vicente, y aunque la aspasen, no podria menos que hablarle de tú. Él no se ofenderia por eso, ¿verdad? Pues si lo habia conocido tan pequeño..., si era ella quien lo habia llevado de pañales a la iglesia para que lo cristianasen, ¿cómo iba a hacerle tales pamplinas a un chico que consideraba como hijo? Aparte de esta falta de respeto, ya sabia que en casa se le quena de veras. Si no vivieran el tio Bollo y la siñá Tomasa, Toneta y ella eran capaces de irse con él como amas de llaves; pero, ¡ay hijo mio!, no iba el agua por esa acequia. Aquella chiquilla estaba muertecita por Chimo el Moreno, un pedazo de bruto de quien nadie tenia nada que decir, mejorando lo presente; se querian casar en seguida, antes de San Juan, si era posible, y ella, ¿qué habia de hacer?... En casa faltaba un hombre, el huerto estaba en poder de jornaleros, ellas necesitaban la sombra de unos pantalones, y como el Moreno servia para el caso (siempre mejorando lo presente), la madre estaba conforme en que la chica se casara.
Y la habladora vieja interrogaba con los ojos al cura como esperando su aprobación...
Bueno; pues a «eso» se habia acercado ella... ¿A qué? A decirle que Toneta quena que fuese él quien la casase. ¿Teniendo un capellán casi en la familia para qué ir a buscarlo fuera de casa?
El cura no dudó; le parecia muy natural la pretensión.
Estaba bien: los casaria.
III
El dia en que se casó Toneta fué de los peores para el nuevo adjunto de la parroquia de Benimaclet.
Cuando la ceremonia hubo terminado, don Vicente despojóse en la sacristia de sus sagradas vestiduras, pálido y trémulo como si le aquejase oculta dolencia.
El sacristán, ayudándole, hablaba del insufrible calor. Estaban en julio, soplaba el poniente, la vega se mustiaba bajo aquel soplo interminable y ardoroso que antes de perderse en el mar habia pasado por las tostadas llanuras de Castilla y la Mancha, y con su ambiente de hoguera agrietaba la piel y excitaba los nervios.
Pero bien sabia el nuevo cura que no era el poniente lo que le trastornaba. Buenas estarian tales delicadezas en él, acostumbrado a todas las fatigas del campo.
Lo que sentia era arrepentimiento de haber accedido a celebrar la boda de Toneta. ¡Cuán poco se conocia! Ahora iba comprendiendo lo que se ocultaba tras el afecto fraternal nacido en la niñez.
El sacerdote desligado de las miserias humanas, sentia un sordo malestar después de bendecir la eterna unión de Toneta y Chimo; experimentaba idéntica impresión que si le acabasen de arrebatar algo que era muy suyo.
Le parecia hallarse aún en la capilla mirando casi a sus pies aquella linda cabeza cubierta por la vistosa mantilla. Nunca habia visto tan hermosa a Toneta, pálida por la emoción y con un brillo extraño en los ojos cada vez que miraba al Moreno, que estaba soberbio con su traje nuevo y su ringlot azul de larga esclavina.
Podia decirse que el cura acababa de ver por primera vez a Toneta. La hermana ideal que en su imaginación casi se confundia con la figura azul que pisaba la luna, habiase convertido de pronto en una mujer.
Él, que jamás habia descendido con su vista más allá de la fresca boca siempre sonriente, y que miraba a Toneta como a esas imágenes de lindo rostro que bajo las vestiduras de oro sólo guardan los tres puntales que sostienen el busto, pensaba ahora, con misteriosos estremecimientos, que habia algo más, y veia con los ojos de la imaginación el terrible enemigo en todas sus redondeces rosadas y sus graciosos hoyuelos: la carne, arma poderosa del Malo con que bate las más fuetes virtudes.
Odiaba al Moreno, su compañero de la niñez. Era un buen muchacho, pero no podia tolerarse que su rudeza brutal hubiera de ser la eterna compañera de la florista. No debia consentirse, lo afirmaba él, que estaba arrepentido de haber realizado la boda.
Pero inmediatamente sentiase avergonzado por tales pensamientos; se ruborizaba al considerar que aquella protesta era envidia, impotencia que se revolvia en forma de murmuración.
Haciale daño el contemplar la felicidad ajena, aquella explosión de amor que venia preparándose, amor legitimo, pero que no por esto molestaba menos al cura.
Se iria a casa. No quena presenciar por más tiempo la alegria de la boda; pero cuando salió de la sacristia se encontró con la comitiva nupcial, que estaba esperándole, pues la siñá Tona se oponia a que se hiciera nada sin la presencia de su Visantet.
Y por más que se resistió, tuvo que seguir el camino de aquel huerto del que tantos recuerdos guardaba; y entre las faldas rameadas y coloridas como la primavera, los pañuelos de seda brillantes y los reflejos tornasolados de la pana y el terciopelo, causaba un efecto luminoso el suelto manteo y aquel desmayado sombrero de teja que avanzaba con lentitud, como si en vez de cubrir un cuerpo vigoroso y exuberante de vida fuesen los de un viejo achacoso.
Una vez en el huerto, ¡qué de tormentos!, ¡qué cariñosas solicitudes, que le parecian crueles burlas! La siñá Tona, en su alegria de madre, enseñábale todas las reformas hechas en la alqueria con motivo del matrimonio. ¿Se enteraba Visantet? Aquel estudi era el dormitorio de los novios y aquella cama seria la del matrimonio, con su colcha de azulada blancura y complicados arabescos, que a Toneta le habian costado todo un invierno de trabajo.
Bien estarian alli los novios. ¡Qué blancura!, ¿eh? Y la inocente vieja creia hacer una gracia obligando al cura a que tocase los mullidos colchones y apreciase en todos sus detalles la rústica comodidad de aquella habitación que a la noche habia de convertirse en caliente nido.
Y después, seguian los tormentos, las intimidades fraternales, que resultaban para él terribles latigazos; aquel bruto de Moreno que no se recataba de hablar en su presencia; bromeando con sus amigotes sobre lo que ocurriria por la noche, con comentarios tales, que las mujeres chillaban como ratas, y sofocadas de risa le llamaban ¡porc! Y ¡animal!; y Toneta, que en traje de casa, al aire sus morenos y redondos brazos, se aproximaba a él rozando su sotana con la epidermis fina y caliente, preguntándole qué pensaba de su casamiento y acompañando sus palabras con fijas miradas de aquellos ojos que parecian registrarle hasta las entrañas.
¡Ira de Dios! La gente le hacia tanto caso como si fuese un muerto que hablara; aquella mujer se atrevia a tratarle con un descuido que no osaria con el gañán más bestia de los que alli estaban; no era un hombre: era un cura, creia que todos le miraban con respetuosa compasión, y una llamarada de rabia enturbiaba su vista.
Bien pagaba los honores de su clase, la elevación sobre la miseria en que nació. El, el más respetado de la reunión, don Vicente, el gran sacerdote, miraba con envidia a aquellos muchachotes cerriles con alpargatas y en mangas de camisa.
Hubiera querido ser temido, como ellos, a los que no osaban aproximarse mucho las mujeres por miedo a los audaces pellizcos, y, sobre todo, no inspirar lástima, no ser tenido como una momia santa, en cuyos oidos resbalaban las palabras ardientes sin causar mella.
Cada vez se sentia más molesto. Durante la comida estuvo al lado de los novios, sufriendo el ardoroso contacto de aquel cuerpo sano y fragante, que parecia esparcir un perfume de flor carnosa, y que, en la confianza de la impunidad, se revolvia libremente, sin cuidado a empujar, o se inclinaba sobre él, y al decirle insignificantes palabras, le envolvia en su cálido aliento. Y después, aquel Chimo, con su salvaje ingenuidad, creyendo que tras la misa de por la mañana todo era ya legitimo; corroido por la impaciencia, tomando con sus dedos romos la redonda barbilla de Toneta, entre la algazara de los convidados, y hundiendo las manos bajo la mesa, mientras miraba a lo alto con la expresión inocente del que no ha roto un plato en su vida.
Aquello no podia seguir. Don Vicente se sentia enfermo. Oleadas de sangre caldeaban su rostro; pareciale que el viento seco y ardoroso que inflamaba la piel se habia introducido en sus venas, y su olfato dilatábase con nervioso estremecimiento, como excitado por aquel ambiente de pasión carnivora y brutal.
No quena ver; deseaba olvidar, aislarse, sumirse en dulce y apática estupidez; y, guiado por el instinto, vaciaba su vaso, que la cortesania labriega cuidaba de tener siempre lleno.
Bebió mucho, sin conseguir que aquel sentimiento de envidia y de despecho se amortiguase; esperaba las nieblas rosadas de una embriaguez ligera, algo semejante a la discreta alegria de sus meriendas de seminarista, cuando, a los postres, él y sus compañeros, con la más absoluta confianza en lo por venir, soñaban en ser papas o en eclipsar a Bossuet; pero lo que llegó para él fué una jaqueca insufrible, que doblaba su cabeza como si sobre ella gravitase enorme mole y que le perforaba la frente como un tornillo sin fin.
Don Vicente estaba enfermo.
La misma siñá Tona, reconociéndolo, le permitió, con harto dolor, que se retirara de la fiesta, y el cura, con paso firme, pero con la vista turbia y zumbándole los oidos, se encaminó a su casa, seguido de su alarmada madre, que no quiso permanecer ni un instante más en la boda.
No era nada, podia tranquilizarse. El maldito poniente y la agitación del dia. No necesitaba más que dormir.
Y cuando penetró en su cuarto, en la casita nueva que habitaba en el pueblo desde su primera misa, tiró el sombrero y el manteo y, sin quitarse el alzacuello ni tocar su sotana, se arrojó de bruces, con los brazos extendidos, en su blanca cama de célibe, extinguiéndose inmediatamente los débiles destellos de su razón y sumiéndose en la lobreguez más absoluta.
IV
Poblóse la negra inmensidad de puntos rojos, de infinitas y movibles chispas, como si aventasen gigantesca hoguera; sintió que caia y caia, como si aquel desplome durase años y fuese en una sima sin fondo, hasta que, por fin, experimentó en todo su ser un rudo choque, conmoviéndose de pies a cabeza, y... despertó en su cama, tendido sobre el vientre, tal como se habia arrojado en ella.
Lo primero que el cura pensó fué que habia pasado mucho tiempo.
Era de noche, Por la abierta ventana veiase el cielo azul y diáfano, moteado por la inquieta luz de las estrellas.
Don Vicente experimentó la misma impresión de las damas de comedia que al volver en si lanzaban la sacramental pregunta: «En dónde estoy»
Su cerebro sentiase abrumado por la pesadez del sueño, discurria con dificultad y tardó en reconocer su cuarto y en recordar cómo habia llegado hasta alli.
En pie en la ventana, vagando su turbia mirada por la oscura vega, fué recobrando su memoria, agrupando los recuerdos, que llegaban separados y con paso tardo, hasta que tuvo conciencia de todos sus actos antes que le rindiera el sueño.
¡Bien, don Vicente! ¡Magnifica conducta para un sacerdote joven, que debia ser ejemplo de templanza! Se habia emborrachado: si, ésta era la palabra, y habia sido en presencia de los que casi eran sus feligreses. Lo que más le molestaba era el recuerdo de los motivos que le impulsaron a tal abuso.
Estaba perdido. Ahora que se aclaraba su inteligencia, aunque sus sentidos parecian embotados, horrorizábase ante el peligro y protestaba contra la pasión que pretendia hacer presa en su carne virgen. ¡Qué vergüenza! Salido apenas del Seminario, sin contacto alguno con esa atmósfera corruptora de las grandes ciudades, viviendo en el ambiente tranquilo y virtuoso de los campos, y próximo, sin embargo, a caer en los más repugnantes pecados. No: él resistiria a las seducciones del Malo, acallaria el espiritu tentador que para mortificante prueba se habia rebelado dentro de él: afortunadamente, la torpe embriaguez, con su sueño, le habia devuelto la calma.
Oyéronse a lo lejos campanas que daban horas. Eran las tres... ¡Cuánto habia dormido! Por eso se sentia ya sin sueño, dispuesto a emprender la tarea diaria.
Desde aquella ventana, abierta en las espaldas de la modesta casita, veiase la inmensa vega, que, a la difusa luz de las estrellas, marcaba sus masas de verdura y las moles de sus innumerables viviendas. La calma era absoluta. No soplaba ya el poniente, pero la atmósfera estaba caldeada y los ruidos de la noche parecian la jadeante respiración de los tostados campos.
Perfumes indefinibles habia en aquel ambiente que aspiraba con delicia el joven cura, como si quisiera saturar el interior de su organismo del aire puro de los campos.
Su vista vagaba en aquella penumbra, intentando adivinar los objetos que tantas veces habia visto a la luz del sol. Esta distracción infantil parecia volverle a los tranquilos goces de la niñez; pero sus ojos tropezaron con una débil mancha blanca, en la que creia adivinar la alqueria de la siñá Tona, y... ¡adiós tranquilidad, propósitos de fortaleza y de lucha!
Fué un rudo choque, una conmoción rápida; huyeron, arrolladas, la calma y la placidez; desapareció el dulce embotamiento, despertó la carne, sacudiendo la torpeza de los sentidos, y otra vez subió hasta sus mejillas aquella llamarada que le hacia pensar en el fuego del infierno.
Sintió en su imaginación que se desgarraba denso velo, como si aún estuviera en la tarde anterior, de aquellos brazos morenos de sedoso y ardiente contacto, al par que recibia la fragancia de la carne, cuyo misterio acababa de revelársele.
Y en aquel momento, ¡oh Malo tentador!, el infeliz, mirando la oscura vega, veia, no la blanca e indecisa alqueria, sino el estudi envuelto en voluptuosa sombra, aquella cama, cuya blancura tanto habia ensalzado la siñá Tona, y sobre el mullido trono, lo que para otros era felicidad y para él horrendo pecado, lo que jamás habia de conocer y le atraia con la irresistible fuerza de lo prohibido.
La maldita imaginación ponia junto a sus ojos las tibias suavidades, los dulces contornos, los finos colores de aquella carne desconocida; y la agitación del infeliz iba en aumento, sentia crecer dentro de si algo animado por el espiritu de rebelión, la virilidad que se vengaba de tantos años de olvido, inflamando su organismo, haciendo que zumbasen sus oidos, enturbiando su vista y dilatando todo su ser, como si fuese a estallar a impulsos del deseo contenido y falto de escape.
Aquello era la tentación en toda regla. Pensó en los santos eremitas, en San Antonio, tal como lo habia visto en los cuadros, cubriéndose los ojos ante impúdicas beldades, tras cuyas seducciones se ocultaban los diablos repugnantes; pero alli no habia espiritus malignos por parte alguna: lo único real que acompañaba a las evocaciones de su imaginación era la cálida noche con aquel suave ambiente de alcoba cerrada, y los ruidos misteriosos del campo, que sonaban como besos.
Ellos, allá, en el tibio lecho, rodeados de la discreta oscuridad, que habia de guardar en profundo secreto los delirios de la más grata de las iniciaciones; él, solo, inaccesible a toda efusión, planta parásita en un mundo que vive por el amor, sintiendo penetrar hasta su tuétano el eterno filo de aquella cama de célibe.
De allá lejos, de la blanca casita, parecia salir un soplo de fuego que le envolvia, calcinando su carne hasta convertirla en cenizas. Creyó que la vista de aquel nido de amores y la voluptuosa noche eran lo que le excitaba, y huyó de la ventana, moviéndose a ciegas en su lóbrega habitación.
No habia calma para él. También en aquella lobreguez la veia, creyendo sentir en su cuello el roce de los turgentes brazos y en sus labios ardorosos aquel fresco beso que le habia despertado de su desvanecimiento el dia de la primera misa. La combustión interna seguia, y el sufrimiento ya no era moral, pues la tensión de todo se ser produciale agudos dolores.
¡Aire, frescura! Y en el silencio de la lóbrega habitación sonó un chapoteo de agua removida, los suspiros de desahogo del pobre cura al sentir la glacial caricia en su abrasada piel.
Lentamente volvió a la ventana, calmado por la fila inmersión. Un sentimiento de profunda tristeza le dominaba. Se habia salvado, pero era momentáneamente; dentro de él llevaba el enemigo, el pecado, que acechaba, pronto a dominarle y vencerle, y aquella tremenda lucha reaparecia al dia siguiente, al otro y al otro, amargando su existencia mientras el ardor de una robusta juventud animase su cuerpo. ¡Cuán sombrio veia el futuro! Luchar contra la Naturaleza, sentir en su cuerpo una glándula que trabajaba incesantemente y que con sólo la voluntad debia anular, vivir como un cadáver en un mundo que desde el insecto al hombre rige todos sus actos por el amor, pareciale el mayor de los sacrificios.
La ambición, el deseo de emanciparse de la miseria, le habian enterrado. Cuando creia subir a envidiadas alturas, veiase cayendo en lobregueces de fondo desconocido.
Sus compañeros de pobreza, los que sufrian hambre y doblaban la espalda sobre el surco, eran más felices que él, conocian aquel atractivo misterio que acababa de revelársele y que el deber le obligaba a ignorar eternamente.
Bien pagaba su encumbramiento. Maldita idea la de aquella buena señora que quiso hacer un sacerdote del mocetón fornido que antes que continencias necesitaba esparcimientos y escapes para su plétora de vida.
Subia, si, pero encadenado para siempre; se hallaba por encima de las gentes entre las cuales nació, pero recordaba sus estudios clásicos, la fábula del audaz Prometeo, y se veia amarrado para siempre a la roca inconmovible de la fe jurada, indefenso y a merced de la pasión carnal que le devoraba las entrañas.
Su firme devoción de campesino aterrábase ante la idea de ser un mal sacerdote; el sexo, que habia despertado en él para siempre como inacabable tormento, desvanecia toda esperanza de tranquilidad, y, en este conflicto, el cura, asustado ante lo por venir, se entregó al desaliento, e inclinando su cabeza sobre el alféizar, cubriéndose los ojos con las manos, lloró por los pecados que no habia cometido y por aquel error que habia de acompañarle hasta la tumba.
Una húmeda sensación de frescura le hizo volver en si.
Amanecia. Por la parte del mar rasgábase la noche, marcando una faja de luminoso azul: la verdura de la vega y la dentellada linea de montañas iban fijando sus esfumados contornos; lanzaban sus últimos parpadeos las estrellas, rodaba el fiero alerta de los gallos de alqueria en alqueria, y las alondras, como alegres notas envueltas en volador plumaje, rozaban las cerradas ventanas, anunciando la llegada del dia.
Magnifico despertar. Tal vez a aquella hora, Toneta, recogiéndose el cabello y cubriendo púdicamente con el blanco lienzo los encantos que sólo un hombre habia de conocer, saltaba de la cama y abria el ventanillo de su estudi para que la fresca aurora purificase el ambiente de pasión y voluptuosidad.
El cura salió de su cuarto con los ojos enrojecidos y la frente contraida por penosa arruga, perenne recuerdo de aquella noche de bodas, en que la compañera de su infancia habia visto de cerca el amor, y él se habia unido con la desesperación, la más fiel de las esposas.
Abajo en la cocina, encontró a su madre, que preparaba el desayuno, y la pobre vieja no pudo comprender aquella amarga mirada de reproche que el cura le lanzó al pasar.
Paseó maquinalmente por el corral, hasta que sus pies tropezaron con una espuerta de esparto, vieja, rota, cubierta por una costra de basura, igual a la que él llevaba a la espalda cuando niño.
Era el pasado, que reaparecia para echarle en cara su infelicidad.
¿No se habia emancipado de la miseria de su clase? Pues ya lo tenia todo; que comiera, que se regodeara con la satisfacción de ser considerado como un ser superior.
Lo otro, lo desconocido, lo que le hacia temblar con intensa emoción, era para los infelices, para los que luchaban por la vida.
El cura gimió con desesperación, sintiendo en torno de él el vacio y la frialdad, pensando que si sus manos, ahora consagradas, hubiesen seguido porteando el mismo capazo, estaria en tal instante arrebujado en aquella blanda cama del estudio nupcial, viendo cómo Toneta, al aire sus hermosos brazos y marcada bajo el fino lienzo su rebustez armoniosa, se contemplaba en el espejo, sonriendo ruborizada con los recuerdos de la noche de bodas.
Y el pobre cura lloró como un niño; lloró hasta que el esquilón de la iglesia, con su gangueo de vieja, comenzó a llamarle a la misa primera.