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    Vicente Wenceslao Querol

    Carta a mis hermanas

    Desde el antiguo hogar, donde corrieron,
    para nunca volver, los dulces años
    de nuestra infancia, donde eterno vive
    vuestro recuerdo, hermanas, arrasados
    en lágrimas mis ojos, os escribo
    palabras, ¡ay! que escucharéis con llanto.

    ¡Todo subsiste como entonces!... Penden
    aún de la alta pared los viejos cuadros
    de los Santos Doctores, cuyas negras
    pupilas, en mí fijas, con extraño
    mirar parecen conocerme. El péndulo
    del reló suena en el oscuro ángulo,
    como una voz amiga que me cuenta
    lo que pasó en mi ausencia. El ancho patio
    cubren las yerbas, y la mansa fuente
    llora en él con susurro solitario
    nuestro infiel abandono. ¡En torno de ella,
    cuántas veces, sus aguas agitando,
    de la nave de corcho, entre las olas,
    fingimos los horrores del naufragio!
    ¡Y cuantas veces las alegres risas
    a su constante murmurar mezclamos!

    Mudas están las salas, y está mudo
    el largo corredor; y las que al paso
    abro, cerradas puertas, con gemidos
    plañideros responden que, entre el vago
    silencio, suenan como a voces tristes
    de las muertas memorias del pasado.
    El comedor de las alegres fiestas,
    sin luz, y sin vajilla, y sin el blanco
    mantel, y sin los gritos clamorosos
    de las felices horas. El retrato
    del abuelo preside silencioso
    a la desierta mesa que otros años
    circundó su familia, hoy desparcida
    como las hojas del otoño lánguido.
    Aún del hogar las pálidas pavesas
    son del tiempo que huyó el único rastro:
    imagen fiel, con sus cenizas frías,
    de aquel perdido bien porque lloramos.

    Pasé esta noche en el antiguo lecho,
    y, cuando el sueño bienhechor mis párpados
    cerró tras largo insomnio, las visiones
    de los lejanos tiempos me asaltaron:
    os vi... niñas, os vi, como en los días
    de la gozosa edad, cuando en mis brazos
    os levanté para mirar los nidos
    en la pared del huerto, o bien del árbol
    para arrancar los codiciados frutos
    antes de sazonarse. ¡Ah!, ¡cuán amargo
    fue luego el despertar!... ¡Que con vosotras
    ella estaba también, con sus dorados
    rizos, y azules ojos, y su frente
    pálida y blanca!... En mis convulsos labios
    sonó el grito de ¡Adela! y aquel grito
    rompió mi vano sueño. Acongojado
    corrí del lecho hacia la estancia triste
    donde en mis brazos expiró, y llorando
    aguardé que, a la luz de la mañana,
    la sombra huyese del recuerdo infausto.

    [...]

    ¡Mis libros! Los queridos compañeros
    de mi perdida juventud; los que algo
    guardan entre sus páginas del puro
    amor de mi niñez; los que engendraron
    en mí el ansia de gloria, inútil gloria
    no lograda jamás; los que el arcano
    saben, tal vez, de mis febriles sueños;
    los que regué con mi abundoso llanto;
    los que, en largas vigilias solitarias,
    de Dios, del mundo y del dolor me hablaron...
    Aquí están polvorosos y esparcidos
    sin mi piadoso afecto. Humilde esclavo
    hoy de afanes terrenos; bajo el yugo
    doblada la cerviz, y uncido al carro
    de los vencidos de la suerte, evoco
    como protesta indómita, aquel rayo
    de luz, que de los cielos desprendido
    bañaba aquí mi frente, cuando al sacro
    numen de la adorada poësía
    di mi existencia entera en holocausto.

    ¡Todo subsiste como entonces!... Cubren
    el cenador del huerto los naranjos
    llenos de rojos frutos, y en sus copas
    buscan refugio los alegres pájaros
    cuando la tarde expira. La palmera
    plantada por mi padre, con sus ramos
    salva la cerca del jardín. Ha muerto
    la verde pasionaria cuyos vástagos,
    con sus azules flores, la ventana
    de vuestro cuarto orlaban, y sin pámpanos
    entrelazan las parras sus sarmientos
    por los secos cañizos encorvados.
    ¡Todo subsiste como entonces!... Suena
    el esquilón del viejo campanario
    de la contigua iglesia, y suenan lentos
    del transeúnte los medidos pasos
    por la desierta calle. Las vecinas
    charlan en el portal. Cantan los gallos
    su repetido alerta. El golpe rudo
    del martillo en el yunque oigo lejano,
    y sueño, al fin, que de mi tierna infancia
    el curso han vuelto a renovar los hados.

    Sólo vosotras me faltáis; y basta
    vuestra ausencia no más, para que rápidos
    ansíe que vengan los cercanos días
    de mi regreso. Los antiguos lazos
    de estas dulces memorias han podido
    mi espíritu agobiar; pero en mi ánimo
    puede más vuestro afecto. A donde el soplo
    me lleve de la suerte, con las manos
    apoyadas en mi hombro, iréis conmigo
    por las ignotas sendas; y si al patrio
    hogar volvemos, en los tristes días
    de la vejez, bajo el dintel que ansiamos
    de la paterna casa, encontraremos
    al casto amor sobre el umbral sentado.




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