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    Vicente Wenceslao Querol

    La fiesta de Venus

    Ya del oscuro Citerón las cumbres
    bajaba el sol a trasponer, vertiendo
    ríos de luz sobre los verdes mares,
    cuyos abrazos lánguidos, y besos
    dulces y prolongados, adormecen
    los grupos de las islas del Egeo
    Helios guiaba sus caballos de oro
    hacia el collado de la augusta Delfos,
    y en las rocas de Egina y las abruptas
    cimas sagradas del antiguo Himeto
    sus reflejos de púrpura bañaban
    los bosques de olivares cenicientos,
    por donde va, entre franjas de verdura,
    del Cefiso el caudal siempre risueño.

    Sunium extiende la azulada sombra
    de su alto promontorio sobre el lecho
    de las calladas ondas, y en la cumbre
    blanco se eleva de Minerva el templo,
    donde Platón meditabundo entabla
    coloquios con las musas del silencio.
    De allí descubren los pasmados ojos
    todo el golfo del África, y los senos
    de sus risueñas costas, y el enjambre
    de sus pequeñas islas que, en el terso
    cristal, parecen cual bandada de aves
    fugitivas del África, que el sueño
    detuvo allí una noche, y que a otros climas,
    tornando el alba, emprenderán su vuelo.

    Bajo del ancho pórtico, en las gradas
    que hasta el atrio conducen, sobre el fresco
    césped que brota entre las blancas piedras,
    de las columnas jónicas sustento,
    Platón descansa entre el amado grupo
    de sus fileles discípulos, que atentos
    ora a la voz de su elocuente labio,
    ora el rumor del mar, que en sordo estruendo
    bate del cabo las diformes rocas,
    ora a las quejas lánguidas del céfiro
    yacen inmobles semejando aquellas
    escenas de los dioses que el eterno
    cincel de Fidias, en los anchos frisos,
    supo trazar del Partenón soberbio.

    Callados miran, de la clara tarde
    a la mudable luz, tierras y cielos
    prolongarse sin límites. La noche
    sube ya por las faldas del Taigeto;
    pero aún el rayo trémulo del día
    brilla sobre el sepulcro de Teseo.
    Callados miran de la mar hirviente
    los vívidos cambiantes y el incierto
    vaivén de sus llanuras solitarias,
    que leve impulsa pasajero el viento;
    cuando, en sus frescas ráfagas, la brisa
    trajo a su oído el rumoroso eco
    de la confusa multitud, que invade
    las murallas de mármol del Pireo.

    Largos trirremes de encorvadas proras
    con la estatua de un dios; con los abiertos
    velámenes de púrpura, que ciñen
    cuerdas de seda pérsica, al ligero
    soplo del aire henchidos; con la popa
    de oro y marfil ornada, y con los remos
    blancos cayendo en uniforme golpe
    sobre las quietas aguas, desde el puerto
    bogaban hacia el mar, y al clamoroso
    grito de despedida, los viajeros
    de las gallardas naves, agitando
    ramas de mirto y en la sien ciñendo
    frescas guirnaldas de fragantes rosas,
    de, ¡adiós!, mandaban el alegre acento.

    «Mirad: la primavera
    -dijo Platón- con sus templadas lumbres
    ya de la azul esfera
    bajó de Grecia a las desiertas cumbres;
    ya de las urnas de los sacros ríos
    brotó el caudal sonoro,
    y en los valles umbríos,
    cabe las fuentes, las risueñas ninfas
    danzan en raudo coro,
    sus pies mojando en las fugaces linfas.
    Abril sobre la tierra
    llegó seguido de inocentes juegos,
    y en todo pecho virginal encierra
    del casto amor los poderosos fuegos.
    Ya la guirnalda trémula corona
    los álamos y acacias,
    y el himno alegre de la vida entona
    el grupo de las Gracias.
    Mirad: esas veleras
    naves que van sobre la mar sombría,
    dejando atrás de Atenas las riberas,
    mañana, cuando el día
    trace en Oriente la argentada raya,
    nuncio del sol, entre la niebla fría
    verán de Chipre la extendida playa,
    donde, con voz doliente
    la madre de Afrodites, a la ausente
    hija llamando, lánguida desmaya.»

    Calló, y las naves avanzando raudas
    dejan atrás el mágico archipiélago
    de las Cícladas islas, y en las aguas
    navegan ya del cabo, hacia el estrecho
    encaminando el rumbo. A Chipre llevan,
    para postrarse ante el altar de Venus,
    los peregrinos del amor, que el voto
    de ver la diosa del abril hicieron.
    Sobre la popa en grupo las doncellas,
    al compás de acordados instrumentos,
    tejen las danzas de la Frigia, en tanto
    que, en ritmo jonio, el coro de mancebos,
    al blanco soplo de la tarde, entrega
    el himno sacro en cadenciosos versos.

    HIMNO A VENUS

    I
    Cuando nació en el agua que rompe en las arenas,
    a Chipre, entre sus brazos, las pálidas sirenas
    trajéronla, diciendo monótono cantar.
    Cuando enjugó en la orilla su cabellera blonda,
    las gotas que cayeron sobre la móvil onda
    las perlas son que, avaro, guardó en su fondo el mar.

    II

    Cuando entreabrió los ojos, cual rayo de alegría,
    bañó tierras y cielos la luz de un nuevo día,
    vibraron más los astros, brilló más rojo el sol.
    Ardieron las hogueras sobre las pardas cumbres,
    y hasta Diana excelsa, vestida de albas lumbres,
    tiñó las tenues nubes con cálido arrebol.

    III

    Cuando entreabrió los labios, las inodoras brisas
    el inconstante vuelo pararon indecisas
    para aspirar el ámbar nacido en su carmín.
    Y al recorrer de nuevo los valles y las lomas,
    llenaron los espacios con célicos aromas
    de rosa y de violetas, de nardo y de jazmín.

    IV

    Marchó, y el cadencioso, gallardo movimiento
    las palmas imitaron cimbrándose en el viento,
    las nubes en los cielos flotando el blanco tul,
    los cisnes en las aguas, la cierva en las praderas,
    y hasta en el ancho espacio las fúlgidas esferas
    rodaron armoniosas por la extensión azul.

    V

    Hablé, y la fuente quiso copiar su dulce arrullo;
    el céfiro en las ramas, con plácido murmullo,
    fingió el suspiro tierno que arrebató veloz.
    Y las calladas aves, en los frondosos huertos,
    formaron todas juntas los mágicos conciertos
    que, aun hoy, remedan vagos los timbres de su voz.

    VI

    Del beso de la tierra, los cielos y los mares,
    nació la que hoy adoran de Chipre en los altares;
    su enamorado esposo el dios del fuego es.
    La Guerra entre sus brazos semivencida duerme,
    y del triunfante Baco, su débil mano inerme
    los sanguinarios tigres encadenó a sus pies.

    VII

    Por premio en el certamen ganó de la hermosura
    el rico fruto de oro, y a su gentil cintura
    atáronle las Gracias el blanco ceñidor.
    Su símbolo es el mirto, que el aquilón no troncha;
    su carro de batalla la nacarada concha;
    sus invencibles armas las flechas del Amor.

    VIII

    Cantemos a la diosa en cuyo templo augusto,
    sobre las limpias aras, el sacerdote adusto
    no inmola ser alguno con matador puñal.
    Llevámosle de Arabia las olorosas gomas,
    del Pindo y del Coëta las cándidas palomas
    y del sagrado Egipto la rosa virginal.

    Desde las rocas de la cumbre escuchan
    Platón y sus discípulos, atentos
    los cantos de las naves, y repiten
    a medía voz sus armoniosos metros.
    La luz tranquila de la tarde clara;
    la soledad callada; el casto beso
    de la apacible brisa; el son lejano
    de las acordes liras; los reflejos
    de los dormidos mares; los efluvios
    de las silvestres flores, y el concierto
    de las aves que anidan en los bosques
    de olivos y laureles, todo a un tiempo
    la mente inclina a meditar, y todos
    su vista al rostro de Platón volvieron.

    «Sí -les dijo el filósofo-, la diosa,
    cuya dorada hebra
    rayo es del sol, y cuyo pie a la rosa
    dio su color purpúreo, la graciosa
    fiesta en los templos del amor celebra.
    Pero el sagrado mito
    que en su risueño culto
    dejó la Grecia primitiva escrito,
    hoy, del pudor insulto,
    perdió en los pueblos su sentido oculto,
    y es de la carne el oprobioso rito.
    Venus no fue la meretriz impura,
    sino el místico emblema
    de la incesante y renaciente vida,
    que eternamente dura
    del casto amor bajo la ley suprema.
    Venus es la escondida
    fuerza que late en todo;
    alma por arte misterioso unida
    del cuerpo vil al deleznable lodo.
    Es el consorcio, el plácido himeneo,
    la infatigable creación, la esencia
    que por secreto modo
    vívida alienta el pertinaz deseo.
    Venus es la existencia,
    que audaz la muerte pasajera trunca;
    pero que entre sus brazos
    Naturaleza, con amantes lazos,
    perpetua engendra sin cansarse nunca.

    Por eso cuando asoma
    bella en abril la verde primavera,
    y busca la paloma
    a la paloma fiel por compañera;
    cuando se abren en flor las secas ramas;
    cuando en el prado y en la parda loma,
    del sol naciente a las templadas llamas,
    dan las plantas al viento el suave aroma;
    cuando cada semilla
    germina oculta en la bañada tierra,
    y el nido la avecilla
    allá en el fondo de la selva encierra;
    cuando brota el retoño;
    cuando corre festiva
    los claros bosques la ufanada cierva,
    y, huésped del abril hasta el otoño,
    la codorniz esquiva
    viene a esconderse entre la fresca hierba,
    y la cabra lasciva
    busca las tiernas hojas del madroño,
    y el tibio ambiente nuestra fuerza enerva,
    a la ciprina diosa,
    símbolo fiel de los amantes fuegos,
    la juventud consagra hojas de rosa,
    el himno dulce y los alegres juegos.»

    Calló, inclinando el rostro, y los discípulos
    meditaban las frases del maestro,
    cuando, tras del Acrópolis, la luna
    su disco alzaba enrojecido, inmenso,
    y el amarillo nimbo del crepúsculo
    sobre los montes se apagaba lento.
    Más que otras noches en la azul techumbre
    blanco brillaba el diamantino Véspero,
    propicio al navegante, y su albo rayo,
    copiándose sobre las aguas trémulo,
    pareció que a las naves atenienses
    marcaba el rumbo por el mar desierto,
    donde velas, y música y cantares
    entre sombra y distancia se perdieron.




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