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    Vicente Wenceslao Querol

    A la libertad

    ¡Triste ley de la Tierra! Eternamente
    todo el humano fruto
    nacerá con dolor: nacerá todo
    pagando al mal su mísero tributo;
    y la semilla entre el infecto lodo
    tenderá sus raíces,
    tal como la razón sus claras lumbres
    tenderá entre las sombras infelices
    que ciegan a las ebrias muchedumbres.

    ¡Tú también, Libertad? De tu alto rango
    la agregia vestidura
    rota en jirones, por la charca impura
    llevar, de sangre y fango,
    yo te miré, y aún dura
    en mí el trémulo horror. La hija del cielo,
    trocada en vil ramera,
    pasó rasgando el pudoroso velo,
    dando al viento la suelta cabellera,
    y en insensata furia
    mostrando a los hermanos
    en sus labios la injuria
    y el cruel puñal en las sangrientas manos.

    Yo me aparté y lloré como quien llora
    la inesperada muerte
    de lo que más amó. Cuando en la aurora
    de mi edad juvenil mi ánimo fuerte
    soñaba en la esperanza, el noble grito
    que brotó de mis labios
    fue tu nombre bendito,
    oh amada Libertad, y en tus agravios
    o en tu próspera suerte
    cifré mi dicha o mi dolor. Yo ansiaba
    de toda patria esclava
    romper el torpe yugo,
    verter mi sangre y que a mi dulce metro
    depusieran los pueblos su ira brava,
    su hacha cruenta el pálido verdugo
    y el ruín tirano el usurpado cetro.

    Pero al cielo le plugo
    trocar mi sueño en la verdad siniestra
    de los humanos crímines, y ahora
    siento flaca mi diestra
    para el acero o el clarín. Batalle
    quien arda, oh gloria, en tu vibrante rayo,
    y quien sufra, cual yo, torpe desmayo,
    que en duelos gima o que apartado calle.

    Yo sé que en esa eterna
    ley misteriosa, que los mundos gula
    y que del hombre el porvenir gobierna,
    por la ruta sombría
    de un arcano insondable
    marcha la humanidad. Sé que navega
    sobre una mar instable
    la barca de la vida, y que está el puerto
    siempre a distancia igual. Pero entre el tumbo
    del oleaje incierto,
    la Libertad es brújula, que el rumbo
    marca a la nave por el mar desierto;
    y cuando su voz manda
    que un pueblo se alce y la jornada siga,
    la tribu que durmió en larga fatiga
    sus tiendas pliega, y se levanta, y anda.

    ¿Dónde va?... ¿Quién lo sabe?...
    ¡Va, de la opresión grave
    de los imperios persas, al riente
    suelo de Grecia, y con Platón medita,
    o con la voz ardiente
    de Demóstenes grita
    su odio implacable y vengador! Va oculta
    por tus selvas, Germania, o con el oro
    y púrpura vestida,
    clama de Roma en el inmenso foro,
    y cae al pie de su tribuna herida.
    Va detrás de Jesús a la montaña;
    va en la santa compaña
    del demacrado asceta;
    va donde tú peligres,
    ley del amor. Su fe no la conturba
    ni en la plaza el rugido de la turba,
    ni en el circo el rugido de los tigres.
    Resignada y risueña,
    va hacia el lejano porvenir que sueña,
    y el miedo nunca inmuta
    el ánimo sereno
    con que, invencible y fuerte,
    de Sócrates bebió la agria cicuta,
    el puñal de Catón se hundió en el seno
    y halló en la cruz del Gólgota la muerte.

    ¡Sagrada Libertad!... No eras tú aquella
    vil meretriz que entre la inculta plebe
    pasó dejando ensangrentada huella.
    Tú eres, sí, la que mueve
    la legión de las almas soñadoras
    tras de un ansiado bien, que en lontananza
    con los reflejos doras
    del nunca muerto sol de la esperanza.
    Sin ti, es el arte la venal mentira
    de la cobarde adulación, y el canto
    de la acordada lira
    fugaz murmullo o comprimido llanto.
    Sin ti, la ciencia muda
    su antorcha extingue entre la niebla densa
    que al alma envuelve en insondable duda.
    Sin ti, sagrada Libertad, la inmensa
    labor, la pena ruda,
    la santa empresa del trabajo humano,
    es tan sólo el villano
    triste deber de esclavitud sañuda.
    Sin ti no hay patrio amor ni ansia de gloria;
    es, sin ti, la irrisoria
    justicia, cortesana del tirano;
    el culto a Dios menguada hipocresía;
    y en las páginas fieles de la Historia,
    con inflexible dedo,
    no escribe la Verdad solemne y fría,
    sino, temblando calumnioso, el Miedo.

    ¡Cuándo será que impere
    tu influjo bienhechor, Libertad santa,
    de donde nace el sol a donde muere!
    Que aún, bajo el yugo de oprobiosas leyes,
    cubren la tierra las humanas razas,
    como un tropel de embrutecidas greyes.
    Y en las estepas de Asia, en las llanuras
    que el sacro Ganges baña
    con sus ondas impuras;
    al pie de la montaña
    del Atlas colosal; en las oscuras
    selvas de África ignotas;
    en las playas remotas
    que el Polo envuelve con perpetuas brumas;
    en las islas risueñas
    que el Pacífico mar borda de espumas;
    en las no holladas breñas
    que alzan los Andes, próximas al cielo,
    y hasta en tu propio suelo,
    Europa, entre esos pueblos sin fortuna
    que degrada y oprime,
    vergüenza nuestra, la menguante Luna,
    por todas partes gime
    siglos y siglos, de la estirpe humana
    la prole envilecida,
    que hoy triunfadora y víctima mañana,
    va en loca muchedumbre
    escarnio a hacer de la nación caída,
    u oprobio a ser de innoble servidumbre.

    La ley de Dios se cumplirá, y su lumbre
    desparcerá la niebla
    del hondo valle a la empinada cumbre.
    ¿Veis todo cuanto puebla
    la inmensidad del Universo? Todo,
    desde el sol hasta el lodo,
    fue a inquebrantable esclavitud sujeto,
    menos el alma del mortal. Batalla
    en vano el mar inquieto
    para romper la valla
    que lo enfrena impotente. Baja el río
    siempre desde el umbrío
    monte hacia el llano por el cauce eterno.
    La semilla germina
    siempre de un modo igual. Seca el invierno
    los marchitados árboles, y el fruto
    torna con el retoño
    a pagar el tributo
    que el hombre espera del fecundo otoño.
    La fiera de la selva, el pez que anida
    en los antros del mar, todos sin rastro
    pasan cumpliendo su inmutable vida;
    y hasta el enorme astroso
    que rueda en los espacios sin medida,
    y hasta la inmensa máquina del mundo,
    todo, al moverse, ignora
    el misterio profundo
    de la ley creadora
    que el curso eterno y renaciente adora.

    Sólo en el alma humana
    hizo el Señor que vibre,
    destello de su lumbre soberana,
    la inteligencia libre,
    la libre voluntad; y el que fabrica
    el yugo o lo soporta, ese, el misterio
    sagrado infringe, y temerario abdica
    del orbe todo el concedido imperio.




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