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Vicente Wenceslao Querol
María
Con las sedas de Persia mal velados
el seno impuro y la marmórea espalda,
y al par mustios y ajados
el color de la tez y la guirnalda,
que en el festín ciñó, de húmeda yedra,
la matrona del Lacio,
las rosas ve con que el umbral de piedra
cubre de su palacio
cada noche el amor, de su honra insulto;
mézclase al coro de los himnos griegos,
que a Isis consagra el vergonzoso culto,
y murmurando sáficos de Horacio,
del circo acude a los sangrientos juegos
o ama del foro el popular tumulto.
La esposa del germano
desde el Danubio al Elba
su prole lleva en el sangriento carro
de las batallas, por la inmensa selva;
ella el muro de barro
alza, que el campo de su pueblo guarde;
ella entona las místicas endechas
cuando, al morir la tarde,
la hueste el bosque consagrado cruza;
ella el haz de las flechas
sobre las aras del Irminsul aguza
o en ponzoñosas yerbas lo envenena;
para aplacar del cielo los enojos,
ella coge la pálida verbena
que en tosco altar tributa,
y en la noche los míseros despojos
de la cruel victoria ella disputa
al voraz buitre o a la inmunda hiena.
Con los rebaños del botín vendida
y abandonada en el harén sombrío,
la hija del Asia vierte en el vacío
las lentas horas de su inútil vida.
Nació sin patria en las movibles tiendas,
creció sin padres, sucumbió sin duelo;
la religión desdeña sus ofrendas
y el casto amor nególe su consuelo.
Así al azar del viento su semilla
dando la flor del loto,
abre del Ganges en la verde orilla
las trémulas corolas,
hasta que el tallo roto
llevan al mar remoto
del turbio río las dormidas olas.
Tal la mujer, cuando la luz augusta
del cristianismo en el Oriente asoma:
fiera en los bosques de Germania adusta,
esclava en Asia y meretriz en Roma.
No así la que sestea
sus rebaños de cabras en las grutas
de las pardas montañas de Judea;
la que adorna su sien con las guirnaldas
de las campestres flores, y las frutas
maduras lleva en las cogidas faldas;
la que en el pozo bíblico, a la sombra
de las verdes palmeras,
llena el ánfora frágil, y al que nombra
tierna en el corazón buscan sus ojos;
la que gula el tropel de espigaderas
por los largos rastrojos;
la que lava los pies del peregrino,
y al huésped de una noche
da la miel blanca y el dorado vino;
la que esparce en el templo los aromas,
y sobre el ara santa
deja en ofrenda trémulas palomas,
o el himno dulce de Isaías canta;
la que al pie de las lomas,
bajo de los granados,
baila al compás del címbalo sonoro,
y con ajorcas de oro
alza a la sien los brazos encorvados;
la que teje las redes
del pescador del mar de Galilea;
la que en la pobre aldea
hila el vellón del cándido cordero;
la que trepa a las cumbres
de Bairad por el áspero sendero
y ve, del sol a las murientes lumbres,
cómo cierran su patria bendecida
sin rumor y sin olas el mar Muerto,
del Líbano feraz la frente erguida
y el arenal confuso del desierto.
Tal fue la prometida
en los antiguos cánticos. Con ella
soñó en el cautiverio
del pueblo fiel la cándida doncella,
y en las sagradas noches de misterio
creyó el Profeta adivinar su nombre
en las lánguidas notas del salterio.
Tal fue la hija del hombre,
hoy desposada de Jehová. Tal era
la que en los días de la edad primera
el cielo escoger quiso,
porque al nieto de Adán de nuevo abriera
las puertas del perdido Paraíso.
Tal fue la última rama
del tronco de Judá. Su débil mano,
de los siglos de hierro y de venganza
el cielo infame para siempre cierra,
y acaba en el arcano
de renovada y mística alianza
el divorcio del cielo y de la tierra.
Rosa del campo y lirio de los valles;
humo de incienso y mirra;
fuente que brota en las umbrosas calles
de los manzanos verdes;
bella, cual de Cedar las blancas tiendas;
corza, cuando en las sendas
del monte Hermión o de Samir te pierdes:
tu pecho es cual racimo
de los viñedos de Engadí; tu cuello,
como la ebúrnea torre,
do clava el sol el último destello;
tu boca es fruto opimo,
tu voz es miel que corre
de panal comprimido, y tu cabello
de las palmas de Elath tierno retoño.
Son rojas tus mejillas,
cual las dulces granadas del otoño;
son tus ojos cintillos de esmeraldas;
tu frente virginal cisne en el baño,
y son tus blancos hombros cual rebaño
que del monte Galaad pace en las faldas.
Tal, simbólica imita,
en los huertos de nardo y de azahares,
a María, la hermosa Sulamita,
la esposa del Cantar de los Cantares.
Vedla sobre las cumbres
de Oriente alzarse espléndida y serena,
ceñida de albas lumbres,
en sus manos la mística azucena,
coronada la frente de astros de oro,
la luna al pie, y el coro
de los almos querubes
con las abiertas alas
llevándola en el trono de las nubes.
Tal avanza. A su paso
huyen del bosque las errantes ninfas,
muere en el mar la voz de las sirenas,
desparece en las linfas
del claro arroyo la voluble ondina,
Juno depone el cetro,
la musa olvida el cadencioso metro
de los festines lúbricos, su danza
torpe suspende la bacante impura
junto al altar de Venus Citerea,
y otra aurora de amor y de esperanza
logra encender, tras de la noche oscura
del mundo, al fin, la Virgen de Judea.
¡Aurora del amor! ¡La humana historia
no registró en sus páginas severas
suceso igual, de tan inmensa gloria!
Hoy huellan nuestras plantas
polvo de veinte siglos, que han rendido
culto ferviente a sus virtudes santas,
Que ella endulzó del mártir la agonía.
a ella invocaba el demacrado asceta
en la gruta sombría;
a ella la virgen púdica decía
los secretos recónditos del alma;
a ella en la mar inquieta
pidió el marino la propicia calma;
a ella acudió la madre dolorida;
ella inspiró los versos del poeta;
ella sobre las cumbres
abrió al cansado caminante asilo;
ella aplacó las locas muchedumbres;
ella reinó sobre el hogar tranquilo.
Su imagen fue de las sagradas guerras
señera no vencida,
guarda de nuestras tierras,
gloria a las glorias de la patria unida.
Del castillo feudal a la cabaña,
del palacio al tugurio,
del numeroso pueblo a la montaña
fue su bendito nombre
símbolo fausto y bienhechor augurio,
fe y esperanza y caridad del hombre.
Por eso en sus altares
depuso el héroe triunfador su acero,
el poeta el laurel de sus cantares,
la madre su dolor, la virgen flores,
el pastor la escogida entre sus greyes,
el piloto el timón que abrió los mares,
la infancia sus amores
y la ambición los cetros de los reyes.
[...]
Cuando en la puerta gótica del templo
las estatuas severas y tranquilas
de los antiguos mártires contemplo
abrirse en dobles filas;
por las arcadas de la ojiva alzarse
la legión de los ángeles, y dentro,
sobre el dintel oscuro,
a la madre de un Dios, triste, en el centro
Yo, pecador impuro,
que salen a mi encuentro
las perdidas virtudes me figuro;
y humilde entre las gentes
por la ancha nave de la iglesia entro;
la mofa impía arrostro
de la mentida ciencia; donde brilla
tu imagen dulce, ¡oh virgen sin mancilla!,
reverente me postro
con tierno afán, con filial cariño,
y repitiendo mi oración de niño
siento inundarse en lágrimas mi rostro.