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    Vicente Wenceslao Querol

    En Nochebuena

    A mis ancianos padres

    I

    Un año más en el hogar paterno
    celebramos la fiesta del Dios-niño,
    símbolo augusto del amor eterno,
    cuando cubre los montes el invierno
    con su manto de armiño.


    II

    Como en el día de la fausta boda
    o en el que el santo de los padres llega,
    la turba alegre de los niños juega,
    y en la ancha sala la familia toda
    de noche se congrega.


    III

    La roja lumbre de los troncos brilla
    del pequeño dormido en la mejilla,
    que con tímido afán su madre besa,
    y se refleja alegre en la vajilla
    de la dispuesta mesa.


    IV

    A su sobrino, que lo escucha atento,
    mi hermana dice el pavoroso cuento,
    y mi otra hermana la canción modula,
    que o bien surge vibrante, o bien ondula
    prolongada en el viento.


    V

    Mi madre tiende las rugosas manos
    al nieto que huye por la blanda alfombra.
    Hablan de pie mi padre y mis hermanos,
    mientras yo, recatándome en la sombra,
    pienso en hondos arcanos.


    VI

    Pienso que de los días de ventura
    las horas van apresurando el paso,
    y que empaña el Oriente niebla oscura,
    cuando aún el rayo trémulo fulgura
    último del ocaso.


    VII

    ¡Padres míos, mi amor! ¡Cómo envenena
    las breves dichas el temor del daño!
    Hoy presidís nuestra modesta cena;
    pero en el porvenir... yo sé que un año
    vendrá sin nochebuena.


    VIII

    Vendrá, y las que hoy son risas y alborozo,
    serán muda aflicción y hondo sollozo.
    No cantará mi hermana, y mi sobrina
    no escuchará la historia peregrina
    que le da miedo y gozo.


    IX

    No dará nuestro hogar rojos destellos
    sobre el limpio cristal de la vajilla,
    y, al alguien osa hablar, será de aquellos
    que hoy honran nuestra fiesta tan sencilla
    con sus blancos cabellos.


    X

    Blancos cabellos cuya amada hebra
    es cual corona de laurel de plata,
    mejor que esas coronas que celebra
    la vil lisonja, la ignorancia acata,
    y el infortunio quiebra.


    XI

    ¡Padres míos, mi amor! Cuando contemplo
    la sublime bondad de vuestro rostro,
    mi alma a los trances de la vida templo,
    y ante esa imagen para orar me postro,
    cual me postro en el templo.


    XII

    Cada arruga que surca ese semblante
    es del trabajo la profunda huella,
    o fue un dolor de vuestro pecho amante.
    La historia fiel de una época distante
    puedo leer yo en ella.


    XIII

    La historia de los tiempos sin ventura
    en que luchasteis con la adversa suerte,
    y en que, tras negras horas de amargura,
    mi madre se sintió más noble y pura
    y mi padre más fuerte.


    XIV

    Cuando la noche toda en la cansada
    labor tuvisteis vuestros ojos fijos,
    y, al venceros el sueño a la alborada,
    fuerzas os dio posar vuestra mirada
    en los dormidos hijos.


    XV

    Las lágrimas correr una tras una
    con noble orgullo por mi faz yo siento,
    pensando que hayan sido, por fortuna,
    esas honradas manos mi sustento
    y esos brazos mi cuna.


    XVI

    ¡Padres míos, mi amor! Mi alma quisiera
    pagaros hoy la que en mi edad primera
    sufristeis sin gemir, lenta agonía,
    y que cada dolor de entonces fuera
    germen de una alegría.


    XVII

    Entonces vuestro mal curaba el gozo
    de ver al hijo convertirse en mozo,
    mientras que al verme yo en vuestra presencia,
    siento mi dicha ahogada en el sollozo
    de una temida ausencia.


    XVIII

    Si el vigor juvenil volver de nuevo
    pudiese a vuestra edad, ¿por qué estas penas?
    Yo os daría mi sangre de mancebo,
    tornando así con ella a vuestras venas
    esta vida que os debo.


    XIX

    Que de tal modo la aflicción me embarga,
    pensando en la posible despedida,
    que imagino ha de ser tarea amarga
    llevar la vida, como inútil carga,
    después de vuestra vida.


    XX

    Ese plazo fatal, sordo, inflexible,
    miro acercarse con profundo espanto,
    Y en dudas grita el corazón sensible:
    «Si aplacar al destino es imposible,
    ¿para qué amarnos tanto?»


    XXI

    Para estar juntos en la vida eterna
    cuando acabe esta vida transitoria.
    Si Dios, que el curso universal gobierna,
    nos devuelve en el cielo esta unión tierna,
    yo no aspiro a más gloria.


    XXII

    Pero en tanto, buen Dios, mi mejor palma
    será que prolonguéis la dulce calma
    que hoy nuestro hogar en su recinto encierra:
    para marchar yo solo por, la tierra
    no hay fuerzas en mi alma.




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